Espacio de opinión de Canarias Ahora
¿Estamos todos locos o qué?
La verdad es que mis recuerdos de infancia están ligados a leer artículos en los periódicos que siempre se podían encontrar sobre las mesas o los sillones de mi casa. De esa época, recuerdo los artículos de José Alemán, escritor y periodista con quien, pasado el tiempo, he tenido el honor de compartir sección en este medio.
Después están las tardes-noches de los sábados viendo Informe semanal en la única cadena de televisión que, por entonces, teníamos en el archipiélago. Aquellos reportajes tenían, como telón de fondo, la música del grupo Supertramp -una canción titulada Another Man´s Woman, último corte de la cara A del disco Crisis? What Crisis?-, la cual me gustaba, y me sigue gustando, dada mi querencia hacia el trabajo del mencionado grupo británico.
De la televisión también recuerdo las crónicas de Jesús Hermida, corresponsal que, a pesar de las críticas que generaba, se convirtió en todo un referente para quienes ya teníamos cierta necesidad de contar lo que ocurría a nuestro alrededor.
En esos mismos años, de la mano del director Alan J. Pakula y los actores Robert Redford y Dustin Hoffman, fui consciente del poder que un medio de comunicación puede llegar a tener. Todos los hombres del presidente era la prueba de que el trabajo de dos reporteros y el tesón de un medio pueden llegar a forzar la dimisión de un político como Richard Nixon, tan nocivo para su país como lo fue para el resto del planeta.
Conocer la historia de Carl Bernstein y Bob Woodward me llevó, tiempo después, a descubrir a otro gran periodista, Edward R. Murrow, responsable de desacreditar al no menos demente y nocivo senador Joseph McCarthy, inductor de la nefasta y arbitraria Caza de brujas de la década de los cincuenta.
Ya en plena universidad, los comentarios y, por qué no admitirlo, las corbatas de José María Carrascal supusieron otro punto de atención sobre cómo se debería ejercer el oficio de periodista.
Para terminar esta lista de influencias, no me quiero olvidar -sobre todo porque fue lo mejor que me pudo ocurrir durante mis prácticas en un rotativo de las islas- del trabajo ?y la ayuda, con mayúsculas-, de dos periodistas de la vieja guardia, Salvador Sagaseta y Ángel Tristán Pimienta. Ambos me demostraron que la veteranía se demuestra de muchas maneras y no tratando como basura a los recién llegados y queriendo imponer directrices arbitrarias para que no se noten las vergüenzas de quienes deberían cumplir con su obligación como profesionales que se presupone que son, o deberían ser.
Al final, y por las extrañas vueltas del destino, me dieron la oportunidad de trabajar en este periódico, cuando todavía Internet era el futuro y no un presente que estaba tocando a la puerta. Y así hasta el día de hoy.
Todos y cada una de estas personas me han enseñado, de una manera más directa, la labor y el papel de un periodista en la nuestra sociedad. Una labor que no es fácil, ni agradable, ni sencilla ? y si no, que se lo digan al director de este medio, Carlos Sosa-. Una labor que puede parecer innecesaria, pero que, cada día que pasa, se convierte en más necesaria, dado el talante de quienes nos manejan y la arbitrariedad que demuestran. Una arbitrariedad caprichosa, nociva y, en muchos casos, que roza lo delictivo. Una arbitrariedad que, de continuar así, pesará demasiado sobre las nuevas generaciones que todavía no saben lo que les puede caer encima, si las cosas no varían un poco.
Y una arbitrariedad que debería ser contestada, no sólo por el grueso de la sociedad, sino por los medios de comunicación, encargados de contar las virtudes y las miserias de quienes afirman ser los responsables de nuestros designios.
El problema es que, de un tiempo a esta parte, los medios se están entreteniendo en tirarse los trastos a la cabeza y recurrir al descrédito de otros compañeros de profesión antes que mirar a quienes tienen más cosas que esconder. Da la sensación de que el sensacionalismo barato y rancio es más rentable que destapar las corruptelas y la mala gestión que tiñe nuestra comunidad, por mucho que algunos se empeñen en negarlo.
A nadie se le debería escapar el fantasma de la publicidad institucional y los beneficios que ésta le renta a los medios ?sobre todo por el extraño concepto que de las inversiones publicitarias se tiene entre buena parte del empresariado nacional e insular-.
La conclusión directa de todo ello es que los medios son, cada vez, más dependientes de dicha publicidad institucional, la cual logra, no sólo quedar bien entre los electores, sino amordazar a los medios con contratos millonarios. Y éste es un problema del que muchos son ajenos y que, después de treinta años de democracia ?y otros tantos de autonomía- está empezando a ser una pesada carga para la independencia de los medios de comunicación.
Al final, muchos medios se han convertido en el Eco de tal o cual gobierno, responsable final de que las cuentas cuadren a final de año, olvidando parte de su ideario por el camino.
De todas formas, dicha dependencia institucional no debería ser una razón que justificara una pérdida de papeles como la que hemos podido ver entre el responsable de un rotativo físico de nuestro archipiélago y este medio, sobre todo porque con ello se quedan muchas cosas en el tintero y ya saben lo que les gusta a los liantes vivir detrás del ruido y las miserias de los demás, mientras no se destapen las suyas.
Lo peor es que la práctica que les comento cada vez es más generalizada, llegando a colocar a los medios de comunicación a la misma altura que los deleznables programas de cotilleos y “crónica en rosa” que tanto abundan en las parrillas de las cadenas de televisión españolas. Estos últimos beben y viven de las miserias, las indecencias y la podredumbre de quienes no dudan en comerciar con sus vidas, al igual que se comercia en un zoco con especias, telas, cacharros o, en la antigüedad, con las vidas de otros seres humanos.
Lo que no me parece de recibo es repetir ese mismo esquema entre quienes deberían velar por la buena marcha de la sociedad, denunciando aquellas cosas que TIENE Y DEBEN ser denunciadas para la buena marcha de la misma.
El resto son trifulcas de patio de vecindad que deberían salir de ahí mismo; es decir, de un patio que, para esos asuntos, tendría que ser particular.
Y si lo único que quieren es sobrevivir, mejor que abandonen esta profesión y monten una central de compra de medios. Seguro que ganarán más y serán menos perniciosos para la realidad que nos ha tocado vivir.
De esa forma, puede que el ejemplo de Alemán, Hermida, Bernstein, Woodward, Murrow, Carrascal, Sagaseta, Tristán o Sosa ayude a limpiar, aunque sólo sea un poco, el actual panorama socio-político que nos ha tocado vivir y sirva como ejemplo para quienes tengan la loca idea de estudiar periodismo.
Eduardo Serradilla Sanchis
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