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Malala Yousafzai

Eduardo Serradilla Sanchis / Eduardo Serradilla Sanchis

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Créanme que he buscado justificaciones ideológicas, religiosas, personales y absurdas, de todo tipo y condición y tampoco he querido olvidarme del contexto histórico, social, geográfico y cultural del lugar en el que se produjo la agresión.

He tratado de hacerlo, pero, al final, no he encontrado ninguna mínima justificación, salvo la locura que rodea y empuja a todos los fundamentalismos que, día tras día, atenazan la convivencia entre los seres humanos.

Lo podrán justificar de cualquier manera, explicar que hay que respetar las creencias de cada uno y no descontextualizarlas, y que cada cultura tiene sus cosas buenas y sus cosas malas.

Y puede que, en teoría, tengan su parte de razón, dado que no todos pensamos igual, ni nos motivan las mismas cosas.

Otra cosa muy distinta es justificar, por esa misma razón, los atropellos, la opresión, la tiranía y, casi diría, la esclavitud a la que se somete al género femenino por parte del género masculino, basándose en unas creencias que sólo buscan la sumisión de las mujeres ante los varones sin reparar en las necesidades de las primeras.

De esa forma, los demás debemos entender -y respetar, por supuesto- que un fanático le descerraje dos tiros una niña de catorce años, porque ésta reclame su derecho a una educación.

Me da igual que sus creencias y un millar de libros sagrados justifiquen su cobarde e insensata acción.

Me da igual que buena parte del mundo mire para otro lado y piense que hay que dejar que cada cual, en su país, haga lo que considere justo o no.

¡NO HAY NINGUNA RAZÓN QUE JUSTIFIQUE EL INTENTO DE ASESINATO DE MALANA YOUSAFZAI, NI HUMANA NI DIVINA!

Y quien me lo pretenda justificar de alguna forma, es igual de cobarde, igual de demente, igual de fundamentalista que el asesino que trató de matar a Malala y falló.

Ya está bien que se castigue siempre a las mujeres por los pecados de los varones y, encima, alguna ideología, algún culto religioso o alguna secta les dé carta de naturaleza.

¿Quiénes se creían que eran quienes asaltaron el quirófano de una mujer que había decidido abortar después de ser secuestrada, violada y obligada a ser una esclava sexual? ¿Quién les ungió de la verdad absoluta para interferir en el derecho que todos tenemos de decidir lo que queremos hacer, sin que nadie se interponga en nuestro camino?

Lástima que el cirujano que estaba interviniendo a la mujer hubiera jurado salvar vidas en vez de acabar con ellas, porque hubiera estado bien que echara a la caterva de fanáticos que interrumpieron la operación con un lanzallamas.

Y voy aun más lejos; ¿Quiénes se creen que son los fundamentalistas que “gobiernan” el lugar en el que vive Malala para impedir que una mujer tenga derecho a la educación? ¿Quién les ha dado el poder de decidir el futuro de los demás y, llegado el momento, acabar con una persona que no obedece sus tiránicas e irracionales leyes? ¿Qué es ser blasfemo, viniendo de quienes se comportan como una horda de asesinos dementes e irracionales?

Al final, sólo se trata de controlar los “corazones y las mentes” de las personas y tenerlas sumidas en un terror constante y criminal, el cual sirva para que quienes mandan, lo sigan haciendo, sin ninguna oposición en su contra.

Malala Yousafzai es solamente el símbolo de una opresión que no distingue un color de piel, un lugar geográfico o un momento histórico. Niñas como Malala Yousafzai las hay en nuestro país, en cualquier país de Europa, Asia, África, Oceanía o en el continente americano y quienes ejercen su tiránica influencia llevan traje de chaqueta, turbante, sombrero o la cabeza rapada.

Su historia, la vivida por el sexo femenino, está escrita con la sangre de quienes debieron morir para que, luego, otras mujeres lograran tener unos mínimos derechos que los varones les arrebataban, un día sí y otro también. Y si alguien pensaba que las cosas habían cambiado, déjenme que les diga que no tanto como uno quisiera pensar.

Esta crisis se está llevando muchos de los avances logrados en las últimas décadas, en especial en el área de educación y cultura, y parece que a nadie le importa lo más mínimo. Es más, da la sensación de que hay muchos que están disfrutando con el hecho de que, de seguir así, la educación sólo estará al alcance de las clases adineradas, evitando que cualquiera tenga derecho a ella. Tiene gracia, porque, hasta donde yo sé, tener dinero e influencia no es sinónimo de inteligencia y buen juicio, pero cada cual es muy libre de engañarse como quiera.

Mi teoría es bien distinta. Recortar en educación es UN TREMENDO ERROR Y, ADEMÁS, SUS CONSECUENCIAS SUELEN SER NEFASTAS PARA EL PAÍS QUE HACE ESOS RECORTES. Y si no me creen, lean un buen libro de Historia y encontrarán argumentos de sobra para apoyar esta teoría.

Precisamente por eso, hay quienes creen que pegándole dos tiros a una niña que reclama su derecho a una educación se solucionan los problemas, muestra inequívoca de la ignorancia, la bajeza moral y en sinsentido que rodea a todos los fundamentalistas religiosos, ideológicos e incluso económicos que, cada vez más, nos empujan hacia el abismo de la insensatez.

Sea como fuere, dudo que quienes fallaron una primera vez no lo intenten de nuevo, sobre todo porque su error les está dejando a la “altura de los pies de los caballos” y eso no le gusta a nadie, aunque se tenga la razón absoluta de aliada. Otra cosa es lo que lo consigan, más ahora que el resto del mundo está atento y puede que las tornas se giren en su contra.

Desgraciadamente, hay muchas más niñas como Malala Yousafzai que, cada minuto, son violadas, maltratadas, vendidas como esclavas sexuales, desfiguradas por su maridos o, simplemente, asesinadas, por el simple hecho de ser hembras y no varones.

A todos esos cabestros homicidas me gustaría verlos, por una vez, asumiendo el papel de Malala Yousafzai. Me gustaría verlos siendo las víctimas y no los verdugos, siendo el blanco, no el tirador. Y luego, llegado ese momento, observaría si serían tan altaneros, tan machos, tan seguros de si mismos o, por el contrario,?. lo que ya se pueden imaginar.

Eduardo Serradilla Sanchis

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