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Mujer y analfabetismo en el siglo XXI

Mujer y analfabetismo en el siglo XXI

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Vivimos rodeados de la tecnología, que lo condiciona todo, incluso nuestras relaciones sociales y el desarrollo personal. Damos por hecho que la calidad de vida es paralela a los avances que se producen en el campo de la información y la comunicación, facilitándonos multitud de servicios y constituyendo un ahorro de coste y tiempo. Pero mientras los continuos cambios tecnológicos se insertan en la rutina cotidiana como un cordón umbilical y hacia los cuales ya existe también una total dependencia, todavía subsiste una de las mayores lacras que ha tenido el mundo: el analfabetismo.

La denominada brecha digital, término que designa a la desigualdad entre las personas para acceder, usar y comprender las nuevas tecnologías, se ha instaurado en la sociedad, conviviendo con la presencia aun de la referida incapacidad de leer, escribir y calcular. Las historias que nuestros abuelos y progenitores nos contaron sobre lo dura que era la vida antes y durante el período franquista, donde muchos abandonaban tempranamente la escuela para trabajar y ni siquiera aprendían a leer ni escribir, se tornan hirientes cuando, en pleno siglo XXI, compruebas directamente que hay mujeres y hombres que no solo sufren la brecha digital, sino que directamente son analfabetos. Esto último es más preocupante porque no se puede pasar de un estado básico del conocimiento a otro superior sin antes haber desarrollado las capacidades básicas que conforman la alfabetización.    

Hace unos días, volví a experimentar en mi puesto de trabajo, que no es otro que una biblioteca pública municipal, las enormes desventajas —sicológicas y sociales— que tienen los analfabetos, así como que estos lo asuman como parte de su acervo. Y digo lo de “volví” porque no es la primera vez que me sucede ni será la última, lo cual es un síntoma de que este problema sigue enquistado y genera una subordinación por parte de quien lo sufre. 

La situación en cuestión afectaba a una mujer de unos cincuenta y cinco años, aproximadamente, que me pidió ayuda para obtener un documento a través de la sede electrónica. Llevaba consigo un folio, donde constaban las instrucciones impresas para que, paso a paso, realizase el trámite correspondiente, el cual a su vez se lo habían facilitado en una sede de la Seguridad Social. 

Como en las bibliotecas públicas tenemos por premisa ayudar a las personas, desarrollar servicios con un carácter democrático y garantizarles el acceso a la información, realicé ese trámite en nombre de esa mujer, siendo consciente de que estaba vulnerando el Reglamento General de Protección de Datos. Cuando le pedí si me podía decir su número del documento nacional de identidad, me respondió que no se lo sabía de memoria y que tampoco me lo podía indicar, a pesar de que lo tenía en una mano. “No sé leer”. Esa fue su justificación, clara y directa, como el gancho de un boxeador en la mandíbula de su contrincante, al cual ha cogido desprevenido. La señora dijo esa frase de una manera tan mecanizada como el gesto de mis dedos sobre el teclado, dando por hecho que asumía su naturaleza como yo mis destrezas para desenvolverme sin problemas delante de una pantalla de ordenador. En el fondo, el tono de su voz ocultaba la vergüenza que eso supone; el gesto de agachar la cabeza y no mirarme a los ojos cuando lo mencionó acrecentaba la sensación de rechazo y mofa que seguramente había sufrido por otras personas. Eso duele, mucho, inmensamente.

Le quité hierro a la situación diciendo “no pasa nada”, frase que ella repitió a continuación como si fuese mi eco. Pero es mentira: sí pasa, porque no hay que tapar un problema de esta envergadura para ocultar otra realidad alarmante. No sé cuál es la predisposición de esa mujer para aprender a leer y escribir ni si el ambiente de su entorno ejerce tal presión que le lleva a pensar que hay otras cosas más importantes y productivas que esa. A lo mejor lo que necesita es que alguien hable con ella para que comprenda las ventajas de la alfabetización y que la edad no es una limitación para aprender porque es un derecho universal y una necesidad personal, que va más allá de la enseñanza y la cultura.

En la sociedad de la tecnología y la información, el analfabetismo subsiste en la clase baja. No hay ricos analfabetos, ni siquiera entre aquellos que proceden de dicha clase social y que han amasado grandes fortunas. Si bien la obligatoriedad de la escolarización en este país contribuye a que los ciudadanos adquieran las capacidades y las destrezas necesarias para considerarse alfabetizados, lo cierto es que hay una masa social que no ha alcanzado ni siquiera ese objetivo básico.

No es lícito admitir que exista esta incapacidad y que, al mismo tiempo, se le de la espalda, considerándose como algo residual, porque quedarnos de brazos cruzados ante la situación de quienes sufren la discriminación social y los desequilibrios por no saber leer ni escribir supone contribuir a que perdure ese hándicap. Más aún: implica la presencia de un muro, que frena la configuración de una sociedad inclusiva e igualitaria entre hombres y mujeres; genera la dependencia ya indicada de ese colectivo con respecto a otros, que implica la ausencia de autonomía y que facilita su engaño para utilizarlas y coaccionarlas con el fin de satisfacer los intereses de terceros; y coarta las libertades y los derechos, ya que el analfabeto no tiene las herramientas necesarias para tomar decisiones sobre distintos temas a partir de la interpretación de documentos.

Aquella mujer a la que atendí era el ejemplo de todo eso, que no sabe leer ni analizar datos escritos, lo mismo que el contenido del teléfono móvil que portaba consigo o los mensajes que salen en televisión. Y mejor no hablemos de lo que supone para ella un libro o un periódico, instrumentos ininteligibles. 

Al final, acabé con una sensación de dolor e impotencia. No podemos construir una sociedad basada en la tecnología cuando hay gente que ni siquiera sabe interpretar unos signos, denominados letras y números, que constituyen la base de la comunicación. Si creemos que el analfabetismo es algo circunstancial, no olvidemos que ya son palpables los problemas entre la población escolar, que haciendo precisamente uso de la tecnología de manera temprana, ha perdido destrezas básicas como escribir a mano o realizar búsquedas alfabéticas. 

¿Cómo le explico a esa mujer qué es una sede electrónica y cómo se accede a ella, la importancia del Reglamento General de Protección de Datos, la vinculación de sus datos con su teléfono móvil y un código PIN a través del sistema Cl@ve de la Agencia Tributaria cuando no sabe interpretar un texto ni escribir usando el alfabeto español?  

No estamos ante una cuestión de vergüenza o de compasión, sino ante un problema grave, que está asociado a las clases bajas y a la pobreza, y que en el caso de las mujeres conlleva además su sumisión al dominio de los maridos y a la necesidad de su empoderamiento para acabar con la sociedad patriarcal y alcanzar sus metas personales y profesionales. 

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