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Las paradojas de la ley antitránsfugas

Santiago Pérez

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Las leyes se fabrican con palabras, como la literatura. Y, como un texto literario, no hay texto legal -por muy claros que sean sus términos- que no permita varias interpretaciones. Por eso, los preceptos legales no sólo deben ser interpretados literalmente, sino de acuerdo con la finalidad que persiguen y, fundamentalmente, en el marco del ordenamiento jurídico del que forman parte y de sus valores y principios fundamentales.

La ley antitránsfugas, desde la exposición de motivos, pretende obstaculizar el abandono voluntario del grupo institucional del que uno forma parte con la intención de romper la mayoría de su propio alcalde. Pero no pretende incrementar el poder ya desmedido de las cúpulas partidistas, ni su control de las instituciones.

Por eso, es insostenible el intento de convertir en “tránsfugas forzosos”, mediante una expulsión sumarísima, a aquellos concejales -sobre todo cuando representan la mayoría de un grupo institucional- que deciden presentar una moción de censura en el ejercicio de las funciones propias de su cargo. El abandono voluntario del grupo político es consustancial al concepto de tránsfuga.

Además, una cosa es dejar de pertenecer a un partido, lo que ocurre en el caso de expulsión cuando ésta es firme. Y esa firmeza se produce después de agotarse los cauces judiciales, ya que el derecho a ser militante de un partido forma parte del derecho fundamental de participación política, que cuenta con un sistema de garantías jurisdiccionales superreforzado.

Y otra cosa es dejar de formar parte de un grupo municipal, que forma parte de la organización institucional de un ayuntamiento y no es un mero apéndice de la estructura de un partido. Los grupos municipales se constituyen al iniciarse una legislatura y toman sus decisiones por mayorías. Es así de sencillo, aunque algunos se empeñen en confundirlo todo y a todos.

El control político del gobierno es la función esencial de la oposición. Y puede desembocar, en los sistemas de tipo parlamentario, en una moción de censura cuando el gobierno ha perdido la mayoría. En nuestros ayuntamientos, como ocurre con los sistemas estatal y autonómico, el alcalde y su gobierno dependen de la confianza de la mayoría del pleno.

La moción de censura es uno de los mecanismos legales para restablecer un gobierno de mayoría y la gobernabilidad. Impedir su tramitación cuando se dan los requisitos legales tiene dos consecuencias no deseables en absoluto: bloquear el funcionamiento institucional y devaluar el status legal de los concejales, que no representan a los partidos sino a los ciudadanos, como ha establecido hasta la saciedad el Tribunal Constitucional.

Este no es un discurso antipartidos. La democracia contemporánea necesita el concurso imprescindible de los partidos políticos; pero su organización y funcionamiento deben ser democráticos. Porque, de lo contrario, contaminan la democracia.

Nuestro sistema político está basado en la una intensa descentralización del poder que persigue varios objetivos: adecuarlo a una sociedad territorialmente plural, fortalecer sus fundamentos democráticos, acercando las decisiones a los ciudadanos y evitar la concentración de poder, como garantía de la libertad política. La descentralización política ha tenido en el mundo contemporáneo la misma inspiración que el principio de separación de poderes.

Pretender imponer pactos en cascada es una perversión de la autonomía de las entidades territoriales, en este de Tacoronte como ente municipal. Por eso hay dos aspectos de la reacción histérica de los dirigentes del PSOE y de Coalición Canaria, que me parecen bochornosos.

El primero, que estén clamando contra la regresión de la autonomía municipal que, dicen, va a producir la reforma del Régimen Local que pretende el Gobierno estatal, al mismo tiempo que intentan bloquear la moción de censura de Tacoronte con tejemanejes completamente antimunicipalistas.

Y segundo, que los de CC no tengan el menor empacho a la hora de presionar a Ferraz para que meta en cintura a los socialistas de Tacoronte, o de cualquier lugar de Canarias donde los socialistas osen volar por su cuenta. Esta forma de actuar, ya tradicional, demuestra que sus convicciones nacionalistas -que les debieran llevar a aplaudir a los cargos públicos que forman parte de los partidos de ámbito estatal, cuando se liberan de las presiones centralistas y los sometimientos sucursalistas, como ellos dicen- sólo llegan hasta donde llegan su obsesión por el poder. Que es, en realidad, su verdadera ideología.

Pero lo hacen, siempre lo hacen, porque han tomado desde hace tiempo la medida del desprecio a los asuntos canarios de ciertos aparatistas madrileños, que cuanto más mediocres menos sensibles son con sus compañeros del Archipiélago. Y de la falta de dignidad de un buen puñado de los dirigentes canarios (en este caso, socialistas).

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