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Salto fatal
Está cada vez más cerca el ecuador del presente mandato municipal y está cada vez más sombrío el panorama que se abre con la reforma de los ayuntamientos, plasmada en el Anteproyecto de Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local. Y no porque en Andalucía anden recogiendo firmas para oponerse y pedir la retirada; ni porque en Valencia la formación política Compromís en Las Corts haya fijado posición taxativa señalando que el texto “es el mayor ataque a la autonomía local de toda la democracia; ni porque para Izquierda Unida (IU), la reforma suponga ”un recorte brutal para la sociedad“, no. Es que son los alcaldes del Partido Popular (PP) los que aumentan sus dudas, reticentes con la reasignación de competencias e incrédulos del supuesto ahorro, unos ocho mil millones de euros, que el ministerio de Hacienda esgrime como argumento principal a la hora de emprender la susodicha reforma.
Es natural. Sobre los alcaldes se asienta buena parte del poder electoral de cualquier formación política. Seguro que los regidores populares tienen presente lo que sucedió en el mandato anterior, cuando muchos de sus colegas socialistas barruntaron el desplome como consecuencia de las primeras medidas que el ejecutivo de Rodríguez Zapatero hubo de adoptar para afrontar la crisis. Tal fue así que algunos se desmarcaron por completo en la recta final del mandato y ante la campaña que se avecinaba. Los que olfatearon la caída, aunque pecaron de insolidaridad política, se lo montaron a su aire: promocionaron su candidatura personal y los valores de confiabilidad que aún podían cotizar en el electorado.
Con esos antecedentes, los alcaldes populares, principalmente quienes tienen en sus planes presentarse a la reelección, saben que será complicado. Las expectativas de voto siguen una tendencia a la baja tras todo lo que ha venido ocurriendo desde que Mariano Rajoy accedió a la presidencia del Gobierno. Si al rechazo ciudadano se suma ahora el de los propios ediles a una norma que, de ser aprobada, va a alterar considerablemente las condiciones en las que se viene trabajando desde hace casi treinta y cinco años, ni que se hiciera efectivo a plenitud ese teórico y discutible ahorro del que hablan en Hacienda para terminar de persuadir al presidente del Gobierno, sosegará a los ediles.
Estos necesitan hechos y pruebas para poner en valor la gestión, pese a las restricciones y la retahíla de circunstancias adversas. Y una Ley que limita competencias, vulnera la autonomía local, ignora el hecho diferencial canario, robustece la fiscalización desde la intervención de fondos o traspasa poder a las diputaciones hace temblar a los responsables municipales, conscientes de que su aprobación, posiblemente a poco más de un año de la convocatoria electoral de 2015, echará más pimienta al pote de las penurias y los descontentos.
Les queda a los alcaldes populares -y en realidad, a los de todo signo político, pues hay muchas aspiraciones comunes- la vía de las enmiendas en la tramitación del texto legal. Dependerá de la mayor o menor flexibilidad que sostenga el ejecutivo. Las críticas a la iniciativa del Gobierno convergen en que no delimita competencias, no genera el tan cacareado ahorro, no evita duplicidades y no garantiza la financiación. La privatización de los servicios públicos locales y la conformación de una estructura administrativa poco operativa son previsibles consecuencias ante las que se muestran renuentes buena parte de los municipalistas del PP.
El caso es que a medida que avance el mandato más complicada resultará la decisión final. Ley local sí; Ley local, no. Quienes ven más allá de otra carga ideológica, es decir, entre los que advierten que la administración local será cada vez más complicada, sobre todo si no se cuenta con un nuevo sistema de financiación, y que sobre el sufrido contribuyente van a recaer más cargas, saben que el salto, a corto plazo, puede ser fatal, bastante fatal. De ahí, sus dudas.
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