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Opinión - Junts, el bolsillo y la patria. Por Neus Tomàs

Una sociedad maleducada

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Los actos diarios definen cómo somos y cómo nos proyectamos al resto de la sociedad. Son la carta de presentación de cada uno, el ADN a través del cual se deducen muchas cosas del comportamiento y las relaciones que mantenemos con el entorno. En ese marco, la educación constituye un baluarte imprescindible para forjar la personalidad y determina la confianza o no que transmitimos sobre otros individuos, dentro o fuera del círculo habitual en el que nos movemos.

No seamos hipócritas al afirmar que nuestra conducta diaria constituye un ejemplo de sociedad desarrollada porque es mentira. La realidad es que cada vez somos más maleducados y se ha perdido el respeto de una manera preocupante, hasta el punto de banalizar su importancia precisamente en la construcción del tejido de las relaciones sociales y en el desarrollo del temperamento de cada uno.

Ya no se trata de ceder un asiento a una persona mayor en un transporte público o de ayudarla a cruzar una calle. Ni siquiera de dar las gracias por el trato recibido cuando compramos en el supermercado o de saludar a diario al barrendero, que desarrolla su profesión con la misma dignidad y esfuerzo que cualquier otro. No. Se trata de una cuestión de mucho más calado: garantizar e imponer el individualismo y rechazar las relaciones entre iguales.

Desde pequeños nos educan para que aprendamos a convivir en armonía y para corregir hábitos y decisiones que no son las adecuadas, pero al final hacemos lo que nos da la gana porque vulneramos el sentido de ese aprendizaje al sentir que estamos por encima del bien y del mal y de las propias normas que rigen todo lo que hacemos.

Esto tiene mucho que ver con la extensión del incivismo, es decir, del comportamiento vulgar, donde impera la malcriadez, la agresividad, la grosería y la falta de tolerancia, un cóctel explosivo que siempre saca lo peor de cada uno y que se convierte en un azote hacia los demás en forma de cólera y bajo actuaciones premeditadas.

En más de una ocasión, seguro que nuestros abuelos y progenitores nos han contado alguna historia de su juventud en la cual incidían en la utilidad que tenía el respeto como seña de identidad, quizás también porque crecieron en un ambiente autoritario y represivo a nivel general. Ese autoritarismo, basado en una política del miedo, pudo ser uno de los factores en el desarrollo de ese comportamiento, donde siempre existía la deferencia hacia el otro y la confraternización, aunque evidentemente sin llegar a ser todo lo idílico que podamos pensar.

No obstante, el autoritarismo no justificó el desarrollo de esa conducta. Muchas de esas personas no fueron a la escuela porque su pobreza condicionó el desarrollo de sus vidas; a pesar de no recibir ningún tipo de formación, aprendieron que su condición de pobres y presas de las desigualdades no fue impedimento para mostrar una actitud educada ante el resto, independientemente de su ignorancia cultural. Las muestras de tolerancia y el trato correcto fueron conformando a esas personas a través de los valores inculcados por sus progenitores y emergían con el sentido requerido.

Hoy en día, la educación se ha perdido a raudales y todo se rige por la fuerza verbal y la intimidación. De ese modo, nos hacemos más fuertes a título individual y demostramos a quienes nos rodean de qué somos capaces y hasta dónde podemos llegar. El grito, el insulto, la actitud chulesca y la amenaza física y verbal se han impuesto como la mejor garantía para someter al resto y de afianzar la personalidad dominante. Creemos que así lo solucionamos todo, cuando en realidad contribuimos a crear una podredumbre mental que nos lleva irremediablemente a entendernos a base de puñetazos y patadas.

Precisamente, el insulto se ha instalado con tal fuerza que ya forma parte indeleble de nuestra cultura de la provocación y del lenguaje verbal, cuyo vocabulario no para de crecer y diversificarse para hacer el mayor daño posible cuando se utilice.

Si corriges en público la actitud de otro, automáticamente este se ensaña contigo, llegándose al extremo de amenazar con darte una paliza, eso si antes no ha sacado una navaja para rajarte de lado a lado o te revienta la cara a patadas. Por tanto, al final te callas y miras hacia otro lado para seguir caminando con tranquilidad por tu camino, a sabiendas de que no obras correctamente y que ese silencio contribuye cimentar ese modelo de la cultura de la violencia señalado anteriormente.

No pedimos disculpas por los errores cometidos ni tampoco los asumimos, a pesar de que los humanos tenemos la facultad de errar y equivocarnos. Por el contrario, en las decisiones u opiniones de los otros encontramos la justificación de nuestras acciones, a pesar de que sean desacertadas, y eso nos lleva a reproducir comportamientos violentos y maleducados de los que deberíamos avergonzarnos.

Hace media hora, justo antes de comenzar a escribir estas líneas, me he cruzado con grupo de chicos en un parque. Comían pipas. Al pasar a su lado, escupieron las cáscaras directamente en mis zapatos. Lo hicieron a conciencia, como lo llevaban haciendo desde hacía rato con otras personas. Estoy seguro que se sentían los amos de ese trozo de espacio que los convertía en jueces y verdugos de todo aquel que pasaba a su lado. Me paré y los miré con reproche. Todos respondieron desafiándome en manada con un inquietante silencio. Para mí, son un pozo de miseria y de mala educación y espero que se hundan en su lodazal porque no les tenderé la mano para que se salven. Solo pensaban en imponer su autoridad.

A escasos metros de allí, había una cafetería, donde sobresalía una mesa con varios hombres de mediana edad. Eructaban con armonía y afán de protagonismo y se regodeaban de ello, mientras que en otra mesa cercana una mujer observaba la asquerosa escena con sus hijos y con ganas de vomitar.

Cuesta encontrar a dos personas que se entiendan en una situación en la que una de ellas ha actuado de manera errónea y que al final no lleguen a las amenazas y al daño físico. Cuesta decir “Buenos días” a un desconocido. Cuesta respetar la señal de tráfico que indica que una plaza de aparcamiento está reservada para discapacitados. Cuesta no encontrarse con el baboso de turno que, al cruzarse con una mujer, le mira directamente el escote. Cuesta respetar y valorar a los docentes, que acaban convertidos en trapos sucios en manos de padres y madres, los cuales actúan como acicate de sus hijos para exigir que los aprueben, a pesar de estar justificado su bajo rendimiento. Cuesta mantener una conversación en la que no afloren los comentarios racistas y xenófobos. Cuesta reprender a tu hijo y que este no acabe pegándote o imponiéndose sobre tu autoridad.

Al final, la falta de educación no solo nos convierte en seres irracionales, sino que hace que el propio entorno esté alerta porque transmitimos una imagen y un mensaje violento y problemático, que alimenta la cadena de falta de respeto generalizada y de empatía hacia los otros. Y cada vez más corremos el peligro de que la integridad física y moral se quiebren por la voluntad ajena.

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