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¿Transparencia? Segunda puerta, a la derecha

Eduardo Serradilla

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Cualquier persona que haya trabajado en un medio de comunicación en las últimas dos décadas sabrá de la importancia que tiene el dinero institucional para la buena marcha del negocio. En un momento histórico donde los canales de comunicación han ido cambiando, día tras día y sin apenas tiempo para poder asimilarlo, asegurarse un colchón de seguridad, de mano del estado, termina por tranquilizar los nervios más destartalados.

Esto no quiere decir, a priori, que ese dinero se utilice de manera inadecuada y/o torticera, sobre todo por la validez de muchas campañas institucionales, nacionales y locales que han ayudado, y ayudan, a la buena marcha de nuestra sociedad. Siempre recordaré los exabruptos proferidos por una indocumentada a la que debí soportar en la universidad -que se llamaba a sí misma profesora-, atacando a una de las mejores campañas institucionales de cuantas se han hecho en nuestra geografía. Dicha campaña, presentada durante los fastos de don carnal, que buscaba el prevenir las enfermedades de transmisión sexual y el SIDA, estaba articulada y desarrollada por los responsables del Gobierno de Canarias y, aunque la mentada sujeta la considerara escandalosa, en realidad era todo lo contrario. Ya les hubiera ida mejor en la comunidad madrileña si la hubiesen copiado, en vez de andarse con tantas zarandajas antes temas tan serios.

Dicho esto, el tiempo y las hemerotecas han demostrado que, en otros casos, ese dinero termina por ser utilizado para cometidos que en nada están relacionados con el bien común. En realidad, la variable que falla en esa ecuación tiene que ver con quién administra dichos fondos, no con los fondos mismos. Debo añadir, sin embargo, que ha habido momentos en los que he llegado a pensar que determinados presupuestos estaban diseñados para un cometido específico y en la letra pequeña se especificaba el destinatario final…

Es por ello que a nadie le debería extrañar la pataleta y el enfurruñamiento de un buen número de ministerios ante el requerimiento de especificar la cantidad de dinero que cada uno se ha gastado en publicidad institucional y, sobre todo, en qué medios. Hacer una cosa así suena contra natura en un mundo y una sociedad, la nuestra, donde está prohibido -y perseguido por las buenas costumbres- cuestionar el status quo de quienes han manejado la sociedad desde tiempos inmemoriales. La transparencia no es necesaria cuando, en teoría, quien nos gobierna está ungido de un conocimiento esencial del devenir humano… Todo aquel que ose contradecir dicha máxima se está comportando como un hereje de antaño, digno de la hoguera más caliente.

¿Qué será lo próximo? ¿Tratar de justificar unos comportamientos que, vistos bajo otra óptica, mucho más sensata y democrática, harían sonrojar de vergüenza a los integrantes de buena parte de los gobiernos del mundo civilizado? ¡Hasta ahí podríamos llegar! diría un castizo, tras leer las noticias en un diario, las cuales han sido previamente cocinadas -y pagadas- por el gobierno de turno, de un lado o de otro. En su afán por controlar la información, todas las ideologías pecan de lo mismo y comenten los mismos errores, aunque algunas son más proclives al desmadre que otras, que todo hay que decirlo.

Luego está la clásica “teoría de la conspiración”, tan del gusto de los altos jerarcas y de los directores de medios afines, sobre todo cuando las cosas no marchan como a la sociedad bien pensante le gustaría. El recurso, utilizado y explotado por la Unión Soviética del camarada Stalin, por el ministerio de propaganda de la Alemania nacionalsocialista, y por los sucesivos gobiernos de la dictadura fascista española de Franco, por tan sólo poner algunos ejemplos, suele lograr que el personal mire para otro lado. No sé para qué, pues con programar más partidos de balón pie en la televisión se logra el mismo efecto y sale más barato…

Sea como fuere, llevamos décadas asistiendo a la progresiva degeneración de la credibilidad de los medios de comunicación de masas, mientras una legión de políticos indocumentados y miserables le rinden pleitesía a unos escribidores que nunca asistieron a una clase de ética periodística, ni tan siquiera cuando el profesor pasó por allí y puso la fecha del examen de final de curso en la pizarra. ¿Quién no recuerda la pompa y el boato que se le dio, hasta hace bien poco, a un demente xenófobo, racista y desmedido columnista insular que atacaba sin cesar todo aquello que consideraba fuera de lugar, sin reparar en insultos, descalificaciones, tergiversaciones y mentiras de cualquier color mientras los estamentos gubernamentales insulares le obsequiaban con los dineros de una y mil campañas institucionales? ¿Y aquellos cursos de “ética periodística”, impartidos por individuos condenados por la falta de ella, y pagados con dinero del Cabildo de Gran Canaria?

Lo malo es que, a estas alturas, los engranajes del poder están tan podridos y las mañas, tan aprendidas que nadie quiere las cosas cambien. De hacerlo, muchos escribidores, locutores y contertulios de medio pelo, y colmillo bien retorcido, se quedarían sin trabajo y sin posibilidad de difundir sus mentiras. Mientras se pueda mantener una estructura que permita que una minoría maneje nuestro país como si fuera su finca privada, las cosas y el dinero público seguirán fluyendo hacia los mismos canales de comunicación y cualquier traba o cortapisa será cuestionada y/o atacada sin ningún tipo de contemplación.

Mirar para otro lado, callar y seguir con la cabeza agachada terminará por ser una máxima de obligado cumplimiento mientras los recursos de nuestro país se seguirán invirtiendo en tapar las vergüenzas y los excesos de quienes, en el día de su juramento, se comprometieron a defender el bien común, no a destruirlo cual Godzilla salido de las profundidades del fondo del mar. Por lo menos, este último no necesitaba de nadie que propagara sus mentiras en los medios y, visto lo visto, es algo que hay que agradecerle.

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