En un país un poquito más civilizado que el nuestro sonaría a escandaloso que un empresario se levantara en un consejo de administración de un organismo público y, blandiendo un documento sin membretes, reclamara a tal organismo que le resolvieran lo suyo. Las más elementales normas de ética y hasta algún mandato de la Ley de Puertos lo debe recoger por ahí de modo claro. El empresario que se levantó un 23 de enero de 2003 con el papel en la mano se llama Germán Suárez, y lo que reclamaba era que se ejecutara un extravagente acuerdo firmado por un presidente de Autoridad Portuaria, de nombre Luis Hernández, que le otorgaba una concesión casi infinita que contribuyera a perpetuar un poder que el empresario y quienes le hacen los coros no quieren perder ni locos. Es el regreso de la parte gruesa del clan de la avaricia.