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Eugenio Padorno, hasta el fondo del umbral

Telefonazo de Antonio Puente para decirme que ha fallecido Eugenio Padorno. “Acaba de llamarme Javier Durán, te dejo, un abrazo”. Una llamada inusualmente corta en Antonio. Qué decir ante lo único real. Para qué demorarse en el significante vacío de las condolencias. Ese “te dejo” no es a mí, es desplante a lo que no se puede decir, porque no se deja.

 Pienso que esa tensión es la misma que atraviesa la escritura de Eugenio Padorno, tanto en su faceta de poeta como en la de académico y humanista, estudioso de la tradición literaria insular. En ambas se percibe la pugna entre un“te dejo” que significa llegar al límite de lo que puede decirse, y ese “no dejarse” que le opusieron los dos elusivos objetos que definen su individualidad como intelectual canario: la naturaleza del conocimiento poético y sus límites, por un lado, y la cuestión de la diferencia de la literatura canaria, por otro.

 Acuñó el concepto de “tradición interna”, que prefirió al de tradición insular, abriéndola a escritores no insulares, como Unamuno, al que siempre consideró un escritor canario, y para evitar un concepto, el de “insular”, que referencia esa tradición a una literatura “peninsular” o “continental”, de la que aquella sería periférica o exocanónica. Lo distintivo de la “tradición interna” es la reflexión sobre qué significa ser un insular canario y cómo, a través de qué mitos y con qué formas del habla, se articula esa conciencia en una expresión propia. Cuestionó la lectura predominante que remite la tradición insular exclusivamente al marco histórico, cultural y lingüístico de la literatura española. Sus trabajos sobre Unamuno, Domingo Rivero, Tomás Morales y las escritoras del siglo XIX sientan las bases de una nueva recepción de la literatura canaria. Su edición de la obra de Domingo Rivero rescata a un poeta secreto e ilumina en su escritura el símbolo de una conciencia y una expresión específicamente insulares.

 También su poesía, desde Para decir en abril (1965), la atraviesa una conciencia del límite. Puede leerse como una experiencia en el extremo de lo que “se deja” decir. Un paso más y se llega al silencio, que para Eugenio Padorno es niebla en el umbral mismo de lo verdadero. Hasta el fondo de ese umbral llega su poesía. ¿No alcanza así la poesía su límite? En el despertar privilegiado al que alude María Zambrano. Un despertar sin imágenes, en la unidad de lo real, en el amor preexistente, anterior a la existencia de las palabras. Amor que “no es un concepto sino una concepción”: puede sentirse uno al borde de ese manantial, pero no encontrar con qué nombrarlo. Lo que diferencia a Eugenio Padorno es que, en su escritura, el silencio no se experimenta como un privilegio, sino como un fracaso. Su lugar no se remonta a la fuente de lo real, sino que se topa con el final de la vía muerta del conocimiento. Su contemplación no es extáctica. No se complace en la luz atlántica y en salir a las afueras de la realidad, a su exterior luminoso, como la poesía de su hermano Manuel.

 Su silencio suele encontrarse en lugares como cuevas o embudos. En Cuaderno del destemplado Palinuro Atlántico se refiere a “la atroz honda cueva que hace la voz de un no saber”. Su silencio es también un grito “hacia el embudo de lo desconocido”. Al fondo del silencio no nos espera el conocimiento, sino un bramido: “Nunca callé lo suficiente, no me he hecho con todo el silencio necesario para que también pudiera oírse el bramido de la bestia que yace en la escritura”. La escritura de Eugenio Padorno se hace en el tanteo. Es un borrador de sí misma. Dubitativamente se forman las imágenes en el propio poema. Su esbozo y su borroneo son muchas veces el asunto. En este, recogido en Acaso sólo una frase completa, el volumen que reúne su poesía entre 1965 y 2015, asistimos al nacimiento de su Palinuro, el mito que Padorno recrea a partir de su formulación en la poesía de Tomás Morales. La escena tiene lugar en la casa familiar de la calle Albareda, junto a la playa de Las Canteras, en la víspera de San Juan: “A media noche, fuegos artificiales; los hemos visto desde la azotea de casa. Tema de Palinuro; en medio de la oscuridad, en un trozo de papel, apunté como pude la idea del poema”. Esto es cuanto cabe decirse del otro lado: un trazo apresurado y dubitativo, a oscuras, de lo que acaso sea un fragmento de sentido. La poesía no da para mucho más frente a una naturaleza que ama esconderse. Su búsqueda, como señala Giorgio Colli, es un camino de dos sentidos: el de ida “lleva lejos, y es difícil encontrar el final del camino”. El de regreso, cuando se quiere contar lo que se ha visto, es aún más difícil, porque la verdad “permanece intangible en lo profundo, y no la daña ninguna palabra de las que ahora escribimos. La verdad nunca queda comprometida”.

 Traté poco a Eugenio Padorno. Estoy pensando que he tenido poco trato, en general, con personas que me han constituido, sin las que sería otro distinto. Pienso en Pepe Alemán, que se fue también al comenzar este 2025, al que admiré sin tratarlo. Puedo consolarme pensando que está bien no tratar demasiado a las personas a las que respetas. Significa que no necesitas el roce para quererlas y aprender de ellas. Pero solo me consuelo hasta que me doy cuenta de que no tratar con ellas me ha llevado, por simple descarte estadístico, a tratar en ocasiones con demasiadas personas a las que no respeto tanto, o no respeto en absoluto. En el caso de Eugenio, creo que nuestra relación se habría reducido a estar en silencio, sin nada que decirnos, en un soterrado pulso de dos tímidos, a ver a quién se le ocurre antes algo que decir que lo libere de la angustia del silencio.

 Se ha ido sin recibir el Premio Canarias. Se ha ido sin voz, literalmente, habiéndola perdido por una afección de las cuerdas vocales. Ambas cosas, que no recibiera el Premio Canarias de las Letras y que perdiese la voz, representan dos manifestaciones del límite: el de una institucionalidad cultural que no da para más, y el de una escritura que acaba en el propio cuerpo, manuscrito de lo extremo en el que la realidad, por fin, se deja decir.