Domingo Rodríguez 'El Colorao': “Hay que mirar al pasado para avanzar”

Domingo Rodríguez 'El Colorao'

M.J. Tabar

Arrecife —

Nació en 1964, en una familia de folcloristas de La Vega de Tetir (Fuerteventura). El oído autodidacta de El Colorao (nombrete que ostenta desde chico por la querencia al arrebol que tienen sus cachetes), se empapó de isas y folías durante su infancia. A los 14 años empezó a estudiar música con Casimiro Camacho. No ha parado desde entonces. Hoy es un timplista virtuoso y un extraordinario divulgador que batalla para crear un archivo sonoro de música tradicional canaria.

Pregunta: ¿Cuándo tuvo claro que la música iba a ser su profesión?

Respuesta: Desde pequeño sabía que iba a hacer música de cualquier manera, fuera o no al Conservatorio. Estaba en una orquesta, tenía un trío de boleros, actuábamos en hoteles…Cuando descubrí a Blas Sánchez fue cuando decidí abandonar todos esos trabajos y ponerme a estudiar música.

P: Tenía 20 años cuando se marchó a París para estudiar con él…

R: Sí, leí en el periódico que daba un curso de guitarra en la Casa de Cultura de Arrecife, cogí mi Seat 600 y me fui para Lanzarote. Con Blas me di cuenta de que la guitarra no era un hobby con el que ganarse algún duro: era una profesión. Me quedé alucinado con él y él, conmigo: yo era un pibe de 18 años que no tenía ni idea de solfeo, pero era rápido, cogía las cosas de oído, tenía intuición. Me dijo: “¿Por qué no te vienes a trabajar conmigo?”. Y yo le dije: “Pues porque no tengo perras”. Él mandó una carta al Cabildo de Fuerteventura y yo solicité una beca. Me dieron 400.000 pesetas. Con eso me fui a París y me compré una buena guitarra, que me costó 300.000 pesetas. Empecé a tocar en la calle y conocí a Juan Carlos Pérez Brito (con el que sigo tocando). Hacíamos un dúo de guitarras, tocábamos donde podíamos para ganar algún duro.

P: ¿Cómo fue aquella aventura?

R: Cuando llegué no tenía ni idea de francés. Había pasado todo mi bachiller estudiando inglés. Me dejaron una habitación el centro, en Saint Michel, muy cerca de Notre Dame. Era un cuarto de criado, pequeñito, de 3 x 2 metros, con un lavamanos y una cocinilla de un fogón. Escuchaba la radio para habituarme al idioma, empecé a hacer amigos y de vez en cuando íbamos a una casa, llevábamos cada uno una botellita de vino y tocábamos y cantábamos. Como la soledad también era grande, bajaba al metro. Allí conocí a mucho peruano, mucho chileno que hacía música andina, que me encantaba.

P: ¿Es verdad que el Metro tiene una acústica estupenda?

R: Cuando estás, haciendo vagones, con esa escandalera, tienes que llevar más risa que técnica. Tienes que estar contento para que la gente pague por esa alegría, que es lo que le falta a las grandes ciudades. La acústica buena era los domingos, cuando no había nadie y algún que otro bohemio se ponía en los pasillos a tocar el saxo. Me gustaba llevarme mi almuerzo en una fiambrera y comer allí, escuchando, estudiando guitarra.

P: Luego marchó a Madrid para dar clase con Jorge Cardoso.

R: Me encantaba lo que hacía ese compositor y pensé en irme a Argentina a trabajar con él, pero casualmente estaba en Madrid. Ahorré y me fui a trabajar con él. Aprendí las formas musicales latinoamericanas, que como canario me apasionan, y a aplicarlas a mi forma de entender la música.

P: ¿Cuándo decide agarrar el timple y concentrarse en él?

R: Cuando era un pibe, en los descansos de las actuaciones de los hoteles, le quitaba el timple al timplista y me ponía a tocar a mi manera. Así me salieron los rasgueos: sin querer, poquito a poco. Cuando llegué a Tenerife me di cuenta de que el del timple era un camino virgen y me pareció un reto mucho más tentador que el de la guitarra.

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