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Francis Brito

Julio M. Marante

“De tanto saberte mía muerte, mi muerte sedienta, no hay minuto en que no sienta tu invasión lenta y sombría”. Estos versos de Elías Nandino aparecen ante mí, cuando intento encontrar las palabras para contestar a un racimo de preguntas inconcretas ante la temprana muerte de Francis Brito. La alegría plena y desbordante que daba y regalaba, ha naufragado como un barco de papel en el río de la vida… “Oculto en mi celda estrecha vivo el temor de tu encuentro, y el latir que vive dentro de mi esperanza deshecha sufre pensando la fecha de mi profunda caída…” La muerte, irreverente y morbosa, se adueña del hombre y su destino. No hace falta que nos recuerden, en el caso de Francis Brito, la fragilidad del navío y la violencia de la ventisca. La muerte de un amigo es una adversidad que no se comprende ni se explica, porque la angustia pone un velo a las palabras y una incógnita detrás de cada sombra. A veces, luchar contra ella es imposible, porque el daño que acarrea tapa las pocas grietas de luz y, de paso, viste de andrajos la esperanza. “Quisiera encontrar salida mas ¿cómo puedo vencerte si estoy herido de muerte desde que vine a la vida?” La muerte es un paso marcado en el destino; una verdad desnuda ante la que no valen los brazos implorantes, ni el desahogo de las lágrimas inútiles, porque la fatalidad que golpea, ni se entiende, ni se justifica con palabras.

De Francis Brito, un poeta diría que “le crecía el pecho para dar cabida a su corazón”. Tal vez por eso, para obtener su retrato nos bastan los recuerdos que pululan por el libro acotado de nuestros pensamientos: las miles cientos de ocurrencias que, como un prestidigitador, sacaba del bolso de sus bromas para hacer reír a los amigos que ahora evocan los buenos momentos que, ya para siempre, navegarán en sus memorias. Es lo que nos queda. La heredad liviana de su espíritu alegre y contagioso, forjado siempre al calor de los amigos… En el deporte, en aquellas mesas de basket en las que nunca pasó indiferente; en el torbellino musical que le envolvió desde niño: Tajadre, Tuhoco, Los Viejos, La Retranca… En el carnaval con “Los Jeringas”, o cuando se terciaba una parranda, un grupo de amigos, guitarra en mano, en el sopor sublime de unas copas de vino.

Es posible que Francis Brito diera valor a esa cosas que para otros valen poco, pero que en el día de su adiós, algunos de sus amigos –tenaces contra el olvido – nos recordaban agigantando su imagen de niño y de joven travieso, haciendo balance de un inventario de divertidas minucias protagonizadas por él, sobre el escenario o en la calle, al amparo de los acontecimientos de nuestro vivir cotidiano. Y cómo olvidar su presencia, durante el mes de diciembre, al abrigo de “lo divino”, esa tradición que velan los años con un candor eterno, que él vivía con el gozo envolvente de los villancicos, la música vital de todos aquellos que han “mamado” desde corta edad la Navidad palmera. Me pregunto, si para formar una rondalla en el cielo faltaba un ángel y buscaron a Francis para no aburrirse. Si así fuera lo entenderíamos, aunque aquí abajo, “la parranda familiar” haya quedado sin consuelo y no tenga respuestas para tanta desdicha. Lo mejor será recurrir a los recuerdos, a esos retazos de sus vidas, que compartieron con Fran y que nos reflejan como era… Estoy seguro que pensando en ellos, su espíritu, hecho música, nos alegrará el alma.

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