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Espacio de opinión de La Palma Ahora

Las madres

Elsa López

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Ayer fue el día de la madre. Tres de mayo. Domingo de madres. Ramos virtuales, besos dibujados, aplausos hacia el interior de las casas donde ellas habitan, y muchas más demostraciones de cariño y reconocimiento. Ayer fue un día especial y yo me dediqué a rebuscar en mis archivos palabras que hablaran de ellas. Encontré dos que me parecieron necesarios para recordarlas y agradecerles lo que son. Uno era del año 1999 y se titulaba “Madres”. Se publicó en La Tribuna el 4 de mayo y decía:

“Una madre es una cosa muy seria, difícil de definir, difícil de catalogar. Las madres son esa especie tan rara que te ofrece pastelillos de hojaldre y mermelada de arándanos con el mismo tono con que te ofrece bofetones en ambos lados, dos, del rostro. La madre es esa señora gorda y olorosa que te despierta por las mañanas dando aullidos por los pasillos, refunfuñando en la cocina y lanzando juramentos en castellano antiguo mientras recoge las bragas, calzoncillos, camisetas y ligas del pelo desparramadas por el suelo de la casa. Es la voz de alarma en la escalera del vecindario que si el bocadillo, que si los cordones del zapato, que no fuiste a buscarme el pan y verás cuando llegue tu padre. Es la que te tira del pelo cuando se empeña en hacerte dos coletas repeinadas hacia atrás; la que te besa las manitas llenas de pegamento y chocolate; la que te cuenta los cuentos al revés y corriendo para acabar pronto y que te duermas y me tengo que ir, hija, a fregar la ropa del bobo de tu padre que se pone perdido en la obra.

La madre es una especie rara, a extinguir probablemente, que suele sacarse la comida de la boca para que sus cachorros puedan sobrevivir. Es ese animal famélico, en los huesos ya, que sigue dando el pecho igualmente reseco a una criatura muerta hace días, cosa que ella se niega a reconocer. La madre, en fin, es la pesada, torpe, despistada de cada día a la hora de la cena que no recuerda dónde puso las gafas, el punto, la cuenta del supermercado o el recibo de la luz. La que confunde los mandos del video con los de la tele y el ordenador a distancia y te jode la película de terror en el preciso momento en que vas a ver la cara del asesino en cadena. Es la que suspira demasiado en alto cuando estás oyendo el tercer movimiento del concierto número 1 de Brahms. La que hace un ruido ensordecedor con los platos y cucharas de la sopa horrenda llena de cagarrutas y guisantes de color verde que ella siempre cree que nos encanta, aunque le hemos dicho mil veces que es asquerosa y que la tiramos por el sumidero cuando no nos mira; pero ella no hace nada al respecto a pesar de leer a Mafalda en versión original.

La madre es esa frágil criatura a la que se le llenan los ojos de lágrimas cuando te deja en la guardería por primera vez y tú te agarras a su falda plisada y berreas desesperadamente porque quieres volverte a casa; es la cara desencajada frente al cadáver de lo único que le aferraba a la vida y la vida, la carretera, las navajas o las pistolas le arrebataron una noche; es la sonrisa bobalicona perdida en los parques detrás de unos patines; es el gesto desafiante frente a los carros de combate enseñando la sangre de su hija adolescente correr entre las piernas después de haber sido violada por medio batallón; es la mano extendida hacia el que acaba de asesinarla para robarle sus ahorros y aún le quedan fuerzas para preguntarle si se ha hecho daño al apuñalarla, como en aquel cuento que leí hace muchos años y no recuerdo al autor. Sólo a la madre“.

El otro estaba escrito en Garafía el 5 de mayo de 2018. Se titulaba “Las madres especiales” y lo escribí para hacer visibles a esas madres que cuidan y protegen a hijos con dificultades extremas para sobrevivir en una sociedad como la nuestra… “Son esas madres con las que nos tropezamos en la calle, en los parques, en los aeropuertos y muchos sitios a donde van las madres que son especiales. Yo conozco a algunas y puedo decirles que son hermosas, valientes y dignas de admiración. Hay una madre especial que suele viajar conmigo en el avión. Es muy joven, menuda y sonriente. Lleva a su hija a Tenerife, imagino que para hacerse revisiones, controles, o lo que le piden los médicos y ella sigue a rajatabla con la esperanza siempre de recuperar ese cuerpecillo que arrastra en un carrito especial donde su hija va recostada, la cabeza ladeada, la lengua revoloteando de un lado a otro de la boca. La madre especial le limpia las babas y sonríe. La niña especial mira a la madre con los ojos muy abiertos, hace un gesto con las manos y emite un gruñido de amor. Yo las miro y sonrío a la madre que me mira como entendiendo mi ternura.

Hay otra madre que camina por la calle, pasea con su hija y la lleva a conocer el mundo atada con unas correas que hay que ponerle para que no se lastime a sí misma, para que no se golpee contra los bancos del jardín, las sillas del restaurante o las personas ajenas a su universo. Es una muchacha especial, diferente a otras muchachas que se cruzan en su camino. Diferente, quizá, a otras muchachas que no la miran, que no la entienden, que no saben que ella es tan especial que se comporta de diferente manera al resto de las muchachas de su edad. Tan, tan especial, que necesita de una madre distinta al resto de las madres. Una madre con coraje, con dolor, con la suficiente energía como para tirar de esas correas sin que le puedan las horas de sueño, las fatigas o el cansancio.

Hay otras madres que están cerca de mi alma y cuya fortaleza está hecha a prueba de bombas. Hay una que tiene un hijo especial, diferente a cualquier otro niño a causa de una inteligencia y una sensibilidad extremas. Ella lo acoge, lo abraza, le habla y juega con él si él la deja, y, si no, se sienta en la puerta de su cuarto y le habla durante horas si es necesario. Es una madre tan especial que se convierte, milagrosamente, en hija de su hijo y se deja querer y proteger por él como si lo fuera. Hay otra que viste a su hija y la peina como si siempre fueran a ir de fiesta y mientras la hija la mira paralizada por el amor que siente hacia la madre, la madre escribe poemas a la hija y el libro se llama La hija y en él nos habla del dolor y la alegría de quererla. Y otra, que tuvo el valor de desprenderse del hijo a muy corta edad para que le enseñaran a sobrevivir por sí mismo y ahora, cuando ya es un hombre y sabe hacerlo, ella sigue teniendo la inquietud del desamparo y la memoria del desgarro.

Y si repaso en mi memoria, comienzan a llegarme imágenes de otras madres, otros hijos, otros relatos donde ellas han levantado un muro de cariño y fortaleza para defenderlos de la incomprensión y los malos tratos a los que esta sociedad está acostumbrada; para evitarles la incomprensión de familiares, vecinos, compañeros de clase, instituciones y demás gobiernos; para crearles un entorno de vida especial donde ellos puedan crecer, hacerse libres y poder sobrevivir sin temor a ser aplastados por una mayoría que no los acepta, no los reconoce como suyos y, en definitiva, no son tan especiales como ellos“.

Y termino este recorrido de memoria y ternuras con un viejo poema dedicado a la mía:

Cuando murió la madre

lo supo de una forma distinta,

poco clara quizás.

De herencia le dejó un álbum de serpientes,

una cómoda antigua con cristal de bohemia,

un cuadro con jardines y una calle de plomo.

No lloró casi nada, -o mucho,

poco importa eso ahora- Pero hoy,

al recordarla detrás de los cristales

de esa ciudad sin niños,

le ha venido a la pena la imagen de su cuerpo,

una ventana, la isla de colores,

el muelle de granito con sus prismas dorados,

la casa, los anones, el mar, las plataneras,

oscuros paraísos cubiertos de sal fina

y una muchacha absurda de mirtos el alféizar

viendo morirse el agua por detrás de la línea

que llaman horizonte.

(La madre le contaba que le gustaba verse,

agridulce y romántica,

mirar aquellos barcos hacerse diminutos

y quedar engullidos por azules praderas)

 

(Cementerio de elefantes 1992)

 

 

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