La muerte de los otros
Hay una clara evidencia de la edad que uno tiene, y es la muerte. La muerte de los otros. La muerte rondando tu casa y extirpando la vida de los que te rodean. Los amigos, la gente que conoces y con la que has pasado ratos, días, años. Cada vez son más. Cuando eras un niño y oías hablar de ella, su nombre suponía un asombro, algo extraño quizá. Moría un vecino, alguien con quien te habías cruzado en la calle o en el portal, el padre de un amigo, el maestro de la escuela o el cura de tu barrio y escuchabas hablar de ella en voz baja. Era alguien viejo o cercano casi siempre el que moría y oías decir: “Se murió Julián”. Y sabías. Conocías a Julián que se sentaba en el muro de la plaza con la pipa encendida y la mirada fija en algún horizonte. La muerte aún no era cruel ni devastadora. Simplemente no volvías a ver más a Julián.
Luego creces y ves la muerte en la calle, en la radio, en las noticias de cada día. Y de vez en cuando te llega un golpe que desbarata tus planes de futuro; que invade tu habitación y te hace daño. Son muertes con cierta distancia en el tiempo que te permiten rehacerte y volver a respirar. Sólo eso. Pero ahora, en la vejez, la muerte aparece con mayor frecuencia y en distancias más cortas. Cada semana muere alguien cerca de ti. Muere un amigo, un familiar, un conocido. Y uno se pregunta, alarmado, si es que muere más gente que hace años o es que has vivido demasiado y tienes que padecer ese derrumbamiento a tu alrededor como un hecho más de la edad que ahora te corresponde. Tienes la sensación de estar durmiendo con ella, viviendo con ella, soportándola. Cada vez te parece más cerca, más fría, más silenciosa y capacitada para arrebatarte lo que es tuyo: los recuerdos, las imágenes, las conversaciones, los momentos alegres, las risas… Porque ella es así de cruel y cuando llega es para despojarte de algo nuevo. Lo sabes. Ella se va quedando con tus fotografías y con el tiempo que has vivido junto a aquellos que amabas. Antonio Gala sentado a mi lado viendo pasar la vida y opinando sobre lo divino y lo humano; Miguel Perdigón y sus cuentos, sus pinturas, sus fines de semana en La Caldera, su sonrisa tierna y burlona; Antonio Galván y sus plantas, observando mis palmeras en el patio, subido en su barca a la orilla del mar…
Y así, uno tras otro sin tiempo para respirar, para acabar de entenderlo, para calmar la desazón y el dolor, para el beso. La enfermedad derribó todo eso, borró su presencia en un tiempo demasiado corto para mis muchos años y yo sigo aquí haciendo recuentos y esperando la siega, el corte. Y me pregunto si esa sensación de ser más los que se van que los que quedan; si esa tala de vidas no se debe a una determinada perspectiva propia de la edad o a que, sencillamente, soy más vieja que todos ellos y veo su muerte como veo jugar y correr a mis nietos y miro un hecho tan simple como el pasar de los años y su final como si fuera lo más natural del mundo. ¿No será, me digo, que ya hemos vivido lo que teníamos que vivir y ahora todos aquellos que veo morir lo hacen porque son como yo y lo más lógico es que la enfermedad y el deterioro de nuestros cuerpos acabe con nosotros? Y si esa es la razón de su partida, ¿por qué yo sigo en pie y ellos, que eran más jóvenes y seguros me han dejado en tierra, abandonada y perpleja?
No lo sé. La sensación es de espera; es saber que ya me va tocando, que por mucho que camine ya no tengo los pasos ligeros ni las piernas dispuestas para muchas andaduras; que ya no llego a los estantes más altos y derramo la sal cuando voy a cogerla; que duermo poco y abro la puerta con más frecuencia que antes para saber si es ella la que acaba de llamar hace un rato. La sensación real es de abandono. Que me van dejando a solas con esta incertidumbre y su presencia incuestionable y que es ella la que lo decide todo, a su modo y manera. Irremediablemente.
Elsa López
4 de julio de 2023
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