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Ni un problema más bajo la alfombra

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Los últimos acontecimientos que han incidido de manera directa sobre nuestra comunidad no han hecho más que recordarnos que, en lo que a seguridad se refiere, los cambios trascendentales suceden cuando las crisis repentinas se convierten, irremediablemente, en rupturas exponenciales que obligan a la sociedad a tomar cartas en el asunto para mantener y proteger su estilo de vida.

Cuando se trata de seguridad, y más concretamente al hecho de afrontar dificultades, a los profesionales de la seguridad se nos enseña que la información y la comunicación serán imprescindibles para solventar las contrariedades. Ahora, cuando nos encontramos en medio de situaciones de crisis y ruptura, ya no basta solamente con aplicar soluciones perspicaces a problemas nuevos y antiguos. En la actualidad es más preciso que nunca legitimar las acciones, manteniendo la credibilidad y aprovechar ese impulso para demostrar que estas actuaciones son realmente útiles a la hora de resolver los problemas.

O lo que es lo mismo, ya no basta con actuar si luego no somos capaces de explicar con claridad qué estamos haciendo y por qué lo hacemos.

Existirán personas a las que esto no les preocupe, pero, al menos a mí, me gusta conocer los motivos por los cuales, hipotéticamente, el cirujano, el dentista, el albañil o el mecánico van a realizar la acción que tiene en mente para solucionar el supuesto problema.   

Sucede, sin embargo, que esta crisis global en la que estamos inmersos desde hace ya más de un año parece haber creado un caldo de cultivo perfecto para la docilidad, la capitulación y el sometimiento perpetuo a las soluciones basadas en la retórica.

Un ejemplo práctico, podría ser la resiliencia.

La panacea a todos nuestros problemas.

Esta es la herramienta multiusos que se ha fraguado en nuestra sociedad con el propósito de atajar cualquier dificultad sobre la que no tenemos, ni esperamos, alguna solución de carácter, relevancia y envergadura.

Esta es la solución que ha desbancado al análisis, a los datos, a la exposición razonada y, por encima de todo, a la cruda realidad de nuestros problemas por un término más rico en contenido, más bonito y novedoso al oído. Este es nuestro nuevo comepecados, irremediablemente condenado a vivir de manera efímera, porque existirá un tiempo en que nadie querrá usar esta solución, porque llegará un momento en el que la habremos utilizado para todo.

De hecho, ya lo hacemos.

¿Los sanitarios se ahogan en burnout? Es posible, pero si son resilientes saldrán adelante reforzados, aunque no cubramos sus carencias y peticiones.

¿Tiene usted problemas psicológicos? ¡Olvídese de acudir a un psicólogo! Intente ser más resiliente, su problema pasará solo y, además, en el futuro, tendrá usted muchos menos problemas que antes.

¿Su empresa se hunde? No se preocupe, tenemos un excelente paquete de medidas basadas en la resiliencia que le cubrirá el ánimo y evitará su animadversión en los próximos seis o siete descubiertos de su entidad bancaria.

¿Eres joven y estás preparado académicamente pero no consigues encontrar trabajo? No pasa nada, mientras tanto desarrolla tu resiliencia y fortalece tu espíritu. Para cuando encuentres trabajo sabrás que esos 5 años perdidos no habrán sido para tanto.

Lo realidad es que estos ejemplos suenan distópicos, pero, en más ocasiones de las que nos gustaría reconocer, lo cierto es que cada vez se han vuelto más y más reales. 

Como sociedad, no podemos normalizar hacer que un uso negligente del lenguaje en situaciones de crisis domine nuestras acciones puesto que, de una manera u otra, el uso que hacemos de las palabras y sus interpretaciones es un cristalino reflejo de la calidad de nuestro pensamiento. 

Y sí, es cierto, para ser congruente con mis detractores, he de reconocer que de manera oficial es la propia Real Academia Española la que dice que la resiliencia es la capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos. Ciertamente no es del todo erróneo aplicar el término cuando encontramos un “uso corriente” en el que este es aplicado a personas y colectivos queriendo sugerir fortaleza, capacidad de sostener la adversidad y, en algunas ocasiones, hasta serenidad y magnificencia. No obstante, lo cierto es que de manera originaria este término tiene un significado mucho más insustancial. “Resilire” significa “saltar hacia atrás”, o “reple­garse”. Este término simple y llanamente trata la capacidad de adaptación de ciertos materiales o sistemas para recuperar su estado inicial tras una per­turbación de su forma original. De hecho, para los ingleses, la resiliencia no es más que una característica de los materiales y mide la resistencia elástica de un sólido, como podrían serlo un muelle o una viga. 

Sucede que, en este presente que vivimos, nos encontramos sobre uno de los escenarios más difíciles que hemos vivido en décadas, teniendo que sopesar cada paso que demos puesto que nuestras acciones presentes determinarán nuestro futuro inmediato. 

Para ello, desde ahora es más preciso que nunca legitimar las acciones, manteniendo la credibilidad y aprovechando ese impulso para demostrar que estas actuaciones son realmente útiles, no pudiendo, en ninguna circunstancia, permitir apostar nuestra seguridad sobre términos y retórica vacía que más que soluciones inmejorables no son más que pinturas impresionistas. 

Sin acritud, no tengo nada contra Monet o Renoir, ni mucho menos contra el arte, pero permítanme el paralelismo. La resiliencia para mí es una pintura impresionista puesto que, al igual que estas obras, solo busca, a grandes rasgos, plasmar la luz existente y el instante presente. De esta manera no se está reparando en detalle sobre aquello que se quiere proyectar. Más bien nos estamos posicionando en unas soluciones donde el método esencial es recoger la solución basada en la luz, la más bonita, más allá de los verdaderos problemas que subyacen bajo los numerosos detalles que se dejan atrás en esa carencia sistemática y premeditada de detalles. Es decir, aunque los cuadros impresionistas de lejos fascinen por su belleza, de cerca se desdibujan y se convierte en una amalgama de trazos inconexos. 

El uso que le hemos dado a la resiliencia, y otras muchas palabras en momentos de dificultad, no ha hecho más que evidenciar que ante situaciones difíciles, no hemos sido capaces de proponer una respuesta contundente, decisiva e irrebatible. Nos hemos acostumbrado a que nos propongan soluciones adornadas y acicaladas para no herir nuestros sentimientos, levantar preocupaciones o despertar inquietudes. 

Pero eso debe terminar. 

Tenemos, como sociedad, una perpetua obligación de fiscalizar nuestro rumbo, nuestras decisiones y, sobre todo, la utilidad de las acciones que se emprenden en pos del interés general. Es ahora, ante las crisis, cuando tenemos la mayor obligación de ser más exigentes que nunca, puesto que lo único que conseguimos con las soluciones cortoplacistas es desplazar una serie de problemas que, tarde o temprano, tendremos que afrontar con todas las consecuencias.

Recuerden que, esta resiliencia, estas soluciones basadas en la retórica de la que presumimos, aún no ha sido capaz de aclararnos si su definición encuadra dentro de una capacidad, una competencia o una habilidad. Asimismo, también se desconoce si esta quiere hacer referencia a un proceso o a un resultado. De la misma manera, tampoco se ha conseguido aclarar si la resiliencia es un fenómeno estable, una condición variable en el tiempo, un rasgo o un fenómeno proactivo. 

Todo el mundo habla de resiliencia, pero nadie consigue identificarla con rigor. O lo que es lo mismo, todo oímos hablar de soluciones a diario, pero no encontramos ninguna realmente efectiva. 

Mi pequeño grano de arena en contra de la retórica, y de las soluciones mágicas, es empezar a llamar a las cosas por su nombre. Si nos quieren decir que cultivemos la resiliencia, sería mejor que nos sugiriesen cultivar la longanimidad. 

Porque la longanimidad, como toda virtud, es algo no sólo deseable, sino exclusivo de los humanos. A diferencia de la resiliencia, no la compartimos con vigas ni materiales inanimados. No mide nuestra capacidad de volver a nuestro estado original, ni valora nuestra habilidad para desplazar problemas y no afrontarlos. La longanimidad hace referencia a la constancia, la paciencia y la fortaleza de ánimo ante las situaciones adversas de la vida. La muestra quien es capaz de soportar con paciencia y constancia sufrimientos y dificultades sin flaquear en su ánimo. También recoge en su interior referencias a la bondad y la generosidad, bien sea en la conducta o bien sea en las ideas. Puesto que, la longanimidad, nos muestra cómo existe una decisión consciente de ser solidarios con el otro, especialmente cuando este está afrontando adversidades. 

Para mí, lo mejor de todo es que, en esencia, todos poseemos esta virtud en mayor o menor grado, siendo íntegramente nuestra decisión educarnos en su ejercicio. 

Con esto, entrando ya en la reflexión final, lo que quiero decir es que no estamos ponderando todas las opciones cuando se nos están planteado soluciones que inciden directamente en nuestra vida diaria. 

Piénsenlo, porque ya ha pasado con la resiliencia. 

Hemos preferido acudir a la lengua inglesa para, desde allí, importar una palabra que básicamente viene a explicar la capacidad elástica de las vigas y los muelles para conseguir, dotándola de un contorsionismo inusual, hacer que la Real Academia Española la defina como aquella capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos, antes que usar una palabra, un término y una definición que existía desde hace años, la longanimidad. 

Si es cierto que la historia la escriben los vencedores, no me cabe duda de que la retórica la utilizan los estafadores y la reconocen los crédulos. 

Sin que nos demos cuenta, nuestros errores, están permitiendo que la grandilocuencia, la pomposidad y el rebuscamiento estén suprimiendo fronteras y desvaneciendo distinciones. 

Este es, quizás, uno de los momentos más importantes de la historia para entender que podemos educarnos en la longanimidad todo lo que deseemos, pero de nada servirá si no somos categóricos a la hora de exigir soluciones efectivas, contundentes, acordes y preventivas a nuestros problemas reales. 

Al igual que hace tiempo entendimos que no necesitamos sacrificar animales para que el dios de la lluvia empape nuestros campos con agua caída del cielo, es necesario entender que nuestros problemas son una cuestión de fondo y no accesoria. 

Si la retórica nos ha vendido que la resiliencia es algo capaz de solventar nuestro estrés, nuestros problemas económicos, laborales y anímicos, así como un largo etcétera, imagínense lo que podremos esperar si no empezamos a fiscalizar las decisiones de dudosa efectividad que se nos quieren vender como milagrosas, multiusos o, lo que es lo mismo, buenas, bonitas y baratas. 

En conclusión, esta desidia generalizada no ha hecho más que evidenciar que no nos cabe ni un problema más debajo de la alfombra y, tristemente, ninguna situación es tan grave que no sea susceptible de empeorar. 

Es hora de entender, tal y como dijo Séneca, que no es porque las cosas sean difíciles que no nos atrevemos; es porque no nos atrevemos que son difíciles.

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