Regresar al hogar

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Yendo hacia el Occidente regresamos por el Oriente”. 

Juan Sebastián El Cano (1476-1526) 

Cuando regresé a casa estaba creciendo la hierba, la que brota después del verano y que es fruto de las primeras lluvias. La seguridad que ofrece la hierba tras la espera sin dormirse nunca en los laureles, es de agradecer: nunca falta a la cita. El esplendor de salir de la tierra y ocupar los vacíos, el verde mosaico del otoño sobre los campos secos del rastrojo. La recompensa del agua de la lluvia da inicio al ciclo botánico del crecimiento. Subir hacia la luz. Ser semilla es esperar y esperar es observar el cielo. Cuando no habían dioses, ya las semillas esperaban mirando el cielo y los pájaros esparcían su fruto. En pleno 2022 aún se le agradece a Dios, a las vírgenes o a los santos, la prodigalidad de las cosechas; al parecer sigue siendo necesario poner otro nombre a lo que han logrado los humanos, los animales, el viento y el azar a lo largo de los siglos. Así que al margen de las deidades, bulle la clorofila y buscar la luz es el deseo de lo vivo. Raíces en la tierra y ramas hacia el cielo. Diluidas las estaciones como disueltas la mayor parte de las cosas que parecían sólidas y tras dos semanas de lluvias constantes, el mes de octubre ha sido soleado y sin nubes, cálido y de noches despejadas; semanas sin calima y por ello, de una nitidez que acerca la distancia, que pone un cofre de belleza al alcance de los ojos. 

Profundos brillan los barrancos, las siluetas de los árboles resplandecen en una aureola y los acantilados insulares se lavan la cara en una costa diáfana. Azules crema, lavados en el lucimiento y algodones cruditos, casi blanqueados en el zinc del agua. El aire, ligero de partículas, ofrenda el auge de las formas, la fortaleza de las líneas. Un renacimiento antes del sueño. No todo es cuestión de la luz, sino de cómo está el aire por la que ella fluye. La fiesta de los fotones. Rodeando el cuello en el carmín del crepúsculo, hacia el sur, un paño perla de nubes bajas cruza sobre el horizonte como un cuña; margaritas y naranjas maduras esparcidas a lo lejos; más alto, el púrpura que precede a la plata; abajo, el cuerpo del cielo reflejado en un mar de olas dormidas. El mar es una bandeja llena de senderos traslúcidos en la mesa de la tarde. El costado rayado, turquesa y dorado de los peces en el cielo, aves sobre las naves que se pierden en el cristal y las gaviotas que se acercan al agua dulce en la charca de Garcés, muy cerca de casa. Un caracol invisible recorre la gran llanura dejando señales de su rastro. “¿Qué son esas líneas en el mar, mamá? ”Los caminos que hacen los barcos al navegar, las señales que dejan cuando se van“. 

Noches y días hermosos como si fueran un regalo; días que echaremos de menos en el invierno que vendrá. Porque siempre se aproxima algo que atenta contra el presente; el río de Heráclito no es un lago porque discurre y nunca es el mismo. Nosotros en la corriente, en los márgenes, en el mismo borde diciendo, demasiado pronto, adiós con la mano. Y es así que el instante de belleza, en su condición fugaz, no puede ser de otra forma; su esencia es una asediada cumbre entre dos abismos.“El tiempo es el espacio entre dos instantes”, decía Aristóteles; como si, siendo de belleza o no, los instantes formarán parte de otra dimensión. Esa particularidad es concedida desde la órbita de los sentimientos, aunque personalmente, prefiero referirme a ella como área o campo del conocimiento de lo que es esencial para saber quiénes somos. Elegir los momentos salvables, lo que hay que rescatar o saber qué es la belleza a la que hemos asistido algunas veces y además, sin ser consciente de ello, es necesario para definir los límites que nos contienen; otra cosa es atenerse a las consecuencias si comparamos los minutos de esplendor con los días o meses sin nombre. ¿Qué somos de todo eso que se ha llevado el arroyo? ¿Qué queda? Cuando venga el frío y la oscuridad nos desnude con la ventana baja y las cortinas echadas, las hojas caídas crearán un manto sobre la tierra húmeda. Empujadas por los vientos del mar, vendrán las lluvias para continuar el ciclo biológico mientras las ramas descansan a la intemperie. Y en el otro ciclo, en el interno, otro tipo de semillas se abrirán en el silencio lleno y comprimido que baja del cielo, que recibimos sin darnos cuenta y que brota en los pasillos y galerías de la memoria. Y seguirá creciendo la hierba ocupando los vacíos. Y también se agrandará el espacio abarcando la esfera de los recuerdos, o más bien, crecerá la memoria convirtiendo aquel espacio en parte de este tiempo. Temblará la luz de la lámpara, alcanzando, tanto la alta noche como la fragilidad de un mundo que por un instante, desde esa atalaya, parece que se fortalece. Me viene a la mente un soneto de Luis de Góngora que comienza: 

Urnas plebeyas, túmulos reales

Penetrad sin temor, memorias mías,

Por donde ya el verdugo de los días

Con igual pie dio pasos desiguales“. 

Más que volver a casa, queremos regresar a una suma de instantes y es completamente imposible acceder a ello de nuevo; un tiempo entre dos estaciones que ya no se distinguen, entre dos o tres nombres que ahora son una sola ausencia y además, se interpone la maleza en todas sus múltiples apariencias, ya sean urbanas o rurales. Intentamos regresar a un lugar de otro tiempo, en que sí estaban marcadas las diferencias por aquellos que lo habitaban y, más aún, que lo hacían posible. Había color. Inhóspito el mundo en el presente o en su propia condición, buscamos un lugar acogedor, un regazo, quizá, sólo un poco de cariño o comprensión; es decir: lo que eran y ofrecían ellos y ellas; los que ahora no están. Regresar es muy difícil y lo hacemos; cuando no, es arduo, es imposible y lo hacemos también, sabiendo en el fondo que una mirada nunca se repite. Odiseo tardó veinte años en regresar y lo hizo disfrazado de mendigo; y cuando llegó al hogar, tuvo que seguir luchando para un día, entre lágrimas, poder subir con Penélope las escaleras que conducían al lecho. Eneas, tras la caída de Troya, en la huida perdió a su mujer, Creusa, hija de Príamo, y tuvo que emprender un largo camino hasta el Lacio y fundar un nuevo hogar. La realidad se enrarece y complicados o imposibles son los caminos del retorno. Como los héroes de Homero y de Virgilio, no encontramos “la luz del regreso”. “El que camina / se enturbia. / El agua corriente / no ve las estrellas. / El que camina / se olvida. / Y el que se para / sueña”, apuntaba García Lorca en el poema “Corriente”. Abres la puerta, descorres las cortinas y falta algo. La luz de la ausencia produce una opacidad. Aunque las cosas sigan en el lugar en que quedaron de un modo, aparentemente, inmutable, el aire que las envuelve es otro. Otra es la mirada. El arte de la pintura podría expresar esta mutación de una forma más precisa. Todo es una cuestión de color o de su ausencia; cuando queremos volver a donde fuimos felices, otros son los matices con que nos vamos a encontrar. El alcance de la mirada es anterior a la voz que la interpreta. Primero la mirada, después la voz. Primero la pintura, después la poesía. Según Platón, lo imaginado viene de la imagen. Una reflexión sobre lo que se halla, al igual que nosotros mismos, en un inevitable acabamiento; porque la luz quema mucho más que la oscuridad. Si el mosto se expusiera al sol, nunca haría vino; sólo llegaría a vinagre. El aire tira de las cosas mismas y las aleja, cuando uno, respirando ese aire, lo que pretende es alcanzarlas de nuevo sabiendo que es imposible. Somos astronautas con escafandra en unas crónicas marcianas del territorio donde tuvo lugar nuestra infancia, nuestra vida. Hace falta un Ray Bradbury que narre esa expedición, ese bucle temporal. Siempre y para todos, hay un tajo, un dolor, una pérdida de aire, una compuerta que no se abre, un corte en las comunicaciones. Esto es así, porque los asuntos del ámbito sentimental acostumbran ser delicados. “Las cosas que uno ama en la infancia se llevan siempre en el corazón”, decía Jean J. Rousseau. Es de suponer, que a las heridas y a las cosas que se odian en ese periodo, también les sucede lo mismo. Aunque éstas últimas no sé muy bien donde se guardan.“Las heridas de la infancia no se curan nunca”, nos recordaba en una entrevista el escritor Luis Landero; quien acaba de recibir un merecido premio Nacional de las Letras. Y están nuestras cosas ahí, ya que no hay más lugar donde puedan habitar. Se alojan dentro para protegerse del aire corrosivo que existe en el exterior. Un pintor añadiría al lienzo un tono más oscuro. Una sola ventana encendida en un alto rascacielos de la noche. Julio Llamazares en “La nevera”, anotaba la desolación ante las alteraciones del tiempo y sus consecuencias, refiriéndose, en este caso, a ese género particular de la memoria que es intentar regresar a los veranos aquellos“En el fondo somos algo masoquistas y nos gusta sentir como todo ha cambiado y cómo nosotros mismos nos hemos ido convirtiendo poco a poco en unos desconocidos. Por eso volvemos cada verano a los mismos sitios y por eso, al llegar a ellos, nos ocultamos del sol como si fuéramos vampiros: para que no nos vean, ni en la cara ni en el alma, las arrugas”. 

Certificar la finitud lenta o veloz de las cosas, es comenzar a evocarlas. Como no podemos vivirlas de nuevo por una cuestión de salud o de las simples leyes de la física, pues hay que rememorarlas. Y evocar es uno de los estados más altos de la conciencia, pura recreación humana. Sin la evocación no existirían el arte ni la literatura ni la música. Los recuerdos se criban de un modo arqueológico, se sacan a la luz horadando la tierra y se separan de la arena que los protege, como también hacen los astrónomos con el polvo interestelar que oculta la visión de las estrellas. Astros que brillaron por un instante son las cosas que salvamos del olvido. Entre comillas o en negrita, la memoria señala los hitos del camino y los fenómenos climáticos o atmosféricos acompañan al ser humano como un testigo, para recordar algo; un estremecimiento anual ante los cambios a que somos sometidos o ante las alteraciones que no nos atrevemos a realizar, ni en el pueblo ni en la isla ni en el mundo, ni siquiera en la esfera personal. Una bienvenida soledad atmosférica, una necesaria quietud reflexiva, un detenerse para volver a empezar de nuevo. Una noche de verano, una mañana de primavera, una tarde de otoño, un día tormentoso de invierno. Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi sonando en una radio con un solo altavoz. Contemplar el mundo como si fuéramos una brizna de hierba. Así decían los poetas cuyas barbas se ponían blancas de tanto mirar hacia el Polo Norte. Lo único que necesita el desconcierto para organizarse, es un punto de apoyo, una partitura. Y ésta es siempre poética o simbólica. Esa especie de mitocondria nos proporciona la energía necesaria para seguir en un mundo advenedizo. Un mundo cuya extrañeza impía nos deja desolados. Interior y exterior; y echarlos a suerte a ver si alguna vez coinciden y fructifican las ramas desnudas. Mientras nosotros nos plegamos, la hierba sigue creciendo y cuando ese alzamiento llegue a su cenit, lograremos alcanzar la primavera al otro lado del invierno, al otro lado del mundo. Y seguiremos la senda de las abejas, como peregrinos que buscan la miel prometida en los templos del verano. El invierno y la poesía nos dejan desnudos, soplan insistiendo en la misma rama. Soñamos los instantes y a veces, incluso, cedemos a ellos, porque predomina la evocación de lo tan ensimismados que estamos. Es el momento de escribir: “Cuando regresé a casa estaba creciendo la hierba…”. Y entonces, recuerdas los caminos transitados y la hierba al borde brotando entre las piedras; la hierba que se segaba para el ganado y el aroma de los establos donde se guardaba; la hierba seca, la hierba verde y llena de flores de todos los colores. De todo eso, caminos, ganado, establos o pajeros, no queda nada, sólo la hierba ocupando los espacios que abandonan los humanos. La misma hierba, pero no el mismo espacio, que ahora el tiempo ha deshabitado. Una instalación de zarzas, un desborde de morsécalos, campos de hinojos donde todas las batallas ya están perdidas. Las chimeneas donde ardía el fuego de los dioses, comienzan a inclinarse en una despedida inevitable -lo veo de lejos-, a no ser que llegue un alemán y siembre palmeras donde Manuel se sentaba a fumar la cachimba de la tarde, donde María ponía los chochos a curtir debajo de la mimosa y la costillera. Encima de Troya se asentaron ocho ciudades y encima del aljibe de la casa de los Camellos, se expande la hierba de las ninfas invisibles y cantan las ranas; los bejeques levantan las tejas y en la estancia vacía con un Morandi de botellas y frascos viejos en la repisa, penetra la entropía de la intemperie. Se arriman los humanos a la costa y donde antes vivían sus padres y sus abuelos, ahora crece la hierba. “A fin de cuentas (escribía Henry Miller), la hierba siempre tiene la última palabra”. La razón de los humanos es que ahora el perejil crece en los supermercados. 

A salvo de la hierba, escalonadas se suceden las cosechas de los últimos mohicanos y el sol de otoño anda despistado, sin camisa; como si estuviera enamorado, sin atender a las fechas ni al frío que debería venir de Islandia o de las montañas afiladas del archipiélago de Svalbard. Escalonada se erige una cordillera de vientos y de nubes en el Atlántico. Anticiclones en cadena hacen de barrera protectora contra las borrascas. Una frontera atmosférica. Todo aquí abajo es cálido y la luz inunda un tiempo de tránsito de olas sin espuma. Hemos descubierto que ya no sabemos qué esperar, no ya del futuro, sino de los días; mucho menos de las noches, que sin embargo, nos permiten estar al fresco, desabrochados y con las puertas abiertas, mientras las estrellas se reflejan en el patio regado y la campana del sueño llama en templos que ya no son sagrados. En el universo del clima se está produciendo una verdadera revolución, que desencadenará, a su vez, otras perturbaciones. La secuencia no es nada optimista. El mes de octubre ha sido el más cálido desde que se tienen registros: 3,6 grados más de lo normal. Tantos grados de una sola vez es una gran anomalía. La misma alarma ocurre con la temperatura del mar. Ahora sólo falta que aumente el mercurio en la mente de los dirigentes o gobernantes del planeta; pero tiene que ser antes de que lleguen al infierno, que es el lugar a dónde van a ir a recibir las medallas definitivas. Lo inestable se instalará como patrón del devenir. La severa actualidad climática y política se comerá la realidad, que se hallaba de vacaciones en las islas Maldivas. Tenemos como Casandra, el don de la profecía que nos ofrece la ciencia. Pero no hacemos caso a quien tiene la facultad de ver el porvenir. Gran parte de la política conservadora, no cree en el cambio climático; como los troyanos no creyeron a Casandra ni a Laocoonte, cuando los dos advertían de las nefastas consecuencias del caballo regalo de los aqueos. Si lo que va del siglo XXI, 22 años, es lo que ofrece la política del mejor de los mundos posibles según la máxima capitalista, el “Cándido” de Voltaire estará lamentándose o partiéndose de risa y tomará prudentemente la senda del jardín de Ferney. Sin duda, hay demasiados gigantes en el camino y no son molinos de viento cervantinos. Tal vez, son helicópteros; como decía la comandante zapatista Tacho a Marcos en la Selva Lacandona. La fragilidad humana es nuestro nuevo nexo de unión. Y se encuentra en el filo, en la guillotina del tiempo. En la lista definitiva de Robespierre, esta vez, estamos todos condenados. Pensar que esto es una descarga pesimista, sería buscarle mangas al chaleco. Hay que aprender de memoria el tremendo poema “Campana vespertina”, de Rafael Sánchez Ferlosio y esperar a la catarsis: 

Vendrán más años malos

y nos harán más ciegos;

vendrán más años ciegos

y nos harán más malos.

 

Vendrán más años tristes

y nos harán más fríos

y nos harán más secos

y nos harán más torvos“

Se diluyen las estaciones y los glaciares y aumenta el nivel de los océanos; se adulteran los ecosistemas y los equilibrios entre flora y fauna; se disuelve la paz y la seguridad hasta en la casa del rico, - a ver qué le decimos a los niños y a las niñas en el colegio -; se diluyen los derechos y se tambalean las estructuras sociales; se desprecia el humanismo y la cultura como referentes y como base indispensable del conocimiento mutuo; se enrarecen las ciudades ganando habitantes y perdiendo alma; se mueren los pueblos perdiendo habitantes y ganando soledad; se falsifica la Historia por aquellos que mienten o esconden tanta injusticia sin haberla nunca antes estudiado; se vota de presidente a un payaso con nombre y pensamiento de pato; se pone a una loba hambrienta y disfrazada de cordero a cuidar a las ovejas que cruzan el Manzanares; se escarba en la cueva del oso, se le molesta; y el oso reacciona y se convierte en el general Kutúzov ante las pretensiones de ese viejo Napoleón que es la alianza atlántica del tío Sam. El peso de los muertos y el de las hormigas es ya mayor que el de los vivos en el planeta; y no aprendemos. Vuelven los estandartes fascistas y ganan elecciones, como si las enseñanzas de la Segunda Guerra Mundial no hubieran servido de nada. Por lo menos, en España se saca al genocida Queipo de Llano de la Macarena en Sevilla; los 45.000 inocentes republicanos fusilados en Andalucía por no abrazar el yugo y las flechas franquistas, no podrán levantarse de la tumba, pero ellos y nosotros los vivos, dormiremos por un instante el sueño de los dignos. No hay que perder el sitio ante aquellos que pretenden hacer olvidar las consecuencias del odio y de la crueldad; cuando a la vista de todos, no hacen otra cosa que intentar poner ese odio de barrera política en una democracia que no avanza por eso mismo. Hoy en día se siembra el miedo como mis abuelos sembraban el trigo: en todo el solar. Desde la infancia hasta la vejez. Primero, una nueva esclavitud nos priva de tiempo libre; después, el poco ocio que queda es ocupado por el mero consumismo y las proclamas publicitarias; nuestros hijos crecen en esa falta de filosofía, absorben el germen infestado como un nuevo narcótico; más tarde, en la larga avenida de la ignorancia, somos manipulados y empujados hacia calles infames, donde nuestra existencia es un mero desperdicio que desborda el contenedor del mejor de los mundos posibles. Una nueva Roma que espera a su Nerón y a su Calígula. “La Historia se repite primero como comedia y después como tragedia”, avisaba Marx y no me canso de repetirlo. En “Trabajos de mierda: una teoría” (Ariel, 2018), el antropólogo norteamericano David Graeber, apunta: “Los miembros de la clase dominante han llegado a la conclusión de que una población feliz y productiva con tiempo libre en sus manos es un peligro mortal”. Retornan las palabras de Marx disolviendo en el aire lo que parecía sólido. Sería interminable la lista de las cosas que se disuelven delante de nuestros ojos; mejor, no nombrarlas. Y no me refiero a la falta de felicidad, sino a la falta de dignidad; sin la cual la primera no es sino agua de borrajas. La escalera por la que se sube es la misma por la que se baja. 

Escalonados son los sueños y también las decepciones. Quizá nunca ha sido tan difícil atisbar la realidad ante una actualidad abrumadora y desconcertante como a la que nos estamos acostumbrando a soportar. Tiempos de desaliento. Las sociedades se hacen cada vez más complejas, más insoportables y nadie ha dado con un buen remedio aclaratorio; aunque sí hay muchos ensayos que diseccionan el mal, pero cuyo eco no llega a donde debería. Sin disolverse ni el dolor de lumbago ni otros dolores peores del alma, modestamente y porque tengo y cuido esa suerte, procuro agarrarme a las barandas que dejó mi padre al borde de las paredes. Las huertas escalonadas que cultivo en esta banda de sol en el Este de la isla de La Palma. La tierra de mi casa en las medianías de Las Lomadas, en Los Sauces. Cuanto más despiadado es el mundo, más hermosas son las huertas de labranza. Huertas donde siempre hay que escardar la hierba. Henry Miller sabía que la hierba sabe: 

“De todas las existencias imaginarias que prestamos a las plantas, a los animales y a las estrellas, quizá sea la mala hierba la que lleva una vida más sabia. Bien es verdad que la hierba no produce ni flores, ni portaaviones, ni Sermones de la Montaña. Pero, a fin de cuentas, la hierba siempre tiene la última palabra. A la larga todo vuelve al estado China. Es lo que los historiadores llaman habitualmente las tinieblas de la Edad Media. No hay más salida que la hierba. La hierba sólo existe entre los grandes espacios no cultivados. Llena los vacíos. 'Crece entre', y en medio de otras cosas. La flor es bella, la berza es útil, la adormidera nos hace enloquecer. Pero la hierba es desbordamiento, toda una lección de moral”. 

Siempre está la opción de seguir de frente, como en el soneto “Peregrino” de Luis Cernuda, y no volver nunca: “Tus pies sobre la tierra antes no hollada / Tus ojos frente a lo antes nunca visto”. Pero si no es así, muchas son las cosas con que nos encontramos al regresar a casa y ninguna es la que buscamos: el desconocido en que nos hemos convertido, la ausencia de los que están en el cementerio, el tono oscuro que tiene lo que parecía inmutable y la hierba creciendo en los espacios antes cultivados. Comprobar esta desolación, sin embargo, es una suerte: estamos vivos y el rastro de aquello aún se mantiene en pie. Si somos capaces de abrir un claro entre la maleza, podemos contemplar la hermosura de las ruinas que Flaubert tanto apreciaba, pues según él, embellecen el paisaje. Otros ni siquiera tienen esa fortuna. Piensen en los damnificados del volcán de Tajogaite en La Palma o en los que tienen que tomar el largo camino del exilio, en Ucrania y en tantos otros lugares; ya sea por causas naturales, de la guerra, de la pobreza o de la simple maldad de los de siempre, huir nos aleja de lo que amamos. Entre lo físico espiritual y lo físico material anda el itinerario de la vuelta al hogar. El impacto emocional que produce esa dualidad crea un nuevo espacio que se superpone a los anteriores. Luego y muy importante, es la forma en que accedemos a él o cómo ese espacio se adueña de este tiempo y de nuestra conciencia. Acertar a recordar, que no es hacer un mero listado de todo lo que ha sucedido, sino más bien, la trama invisible de una relación entre unas pocas cosas, es la antesala para llegar a escribir de un modo adecuado. La relación entre pasado y presente crea la escritura y posibilita el acceso a lo que pensábamos perdido. Aunque, en realidad, los perdidos somos nosotros y son las propias cosas las que vienen a rescatarnos. Entre esos dos holgados y vastos “instantes” de materia y de energía oscura y a través de un entrelazamiento que podríamos llamar cuántico, se llega al mismo desengaño pero a distintos tipos de belleza. De una cosa a la otra y viceversa. Esa es la poética. Por un momento, tal vez, por un instante aristotélico, nuestra mirada cambia el mundo. El semblante, la casa, el jardín, las huertas, el monte y la plaza, toman el mismo aspecto, y al mismo tiempo. Si en una algo se modifica, en la otra también. Y sin que el mensaje pase por el medio. Salir del hogar para llegar al mundo. Dejar el mundo para regresar a casa; porque, tal vez, el mundo ya no es el hogar que pensabas, aunque en un tiempo lo fue. Y como“no hay más salida que la hierba”, regresar a casa. Y, como la hierba, ocupar los espacios vacíos desbordando la memoria.

 

ÓSCAR LORENZO 

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

11-11-2022

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