El último paseo de Francisco Brines

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“Hace unos años, poco antes de conocerlo personalmente, leí su biografía —escasa, de cuatro renglones, frente a su bibliografía densa y apretada, y pensé lo que pienso siempre en estos casos: ¡qué amplitud de vida interior!, ¡qué innecesarias las anécdotas frente a lo esencial de un hombre! Había una frase al final de la nota que me hizo meditar: ”actualmente reside indistintamente en Madrid y Valencia“; aquel ”indistintamente“ me hizo concebir la idea de un Brines que luego fue real. De Madrid, el Brines de las tertulias y los amigos; de La Oliva, el descanso, la madre, las lecturas largas y los largos paseos. Para Madrid la poesía, las veladas, las mesas redondas; para La Oliva, las vacaciones del escolar a las que no renuncia y que le sirven para volver, para no olvidar. Esa forma indistinta de vivir, del regazo a los amigos, de los amigos a la soledad y la ternura, de la soledad al dolor y de nuevo a la vida, son sus dos polos geográficos, como dos son los polos de su identidad como poeta: poesía de la salvación frente al naufragio; poesía del reconocimiento frente al olvido.

Brines dice que el reconocimiento es salvación y por eso él siempre está escribiendo el mismo libro intentando salvar del olvido lo que de la vida queda entre “los emocionantes escombros de la vida”, como él mismo los llama. Brines es consciente de cómo el olvido, el engaño —Luzbel como enemigo feroz de la memoria— se apodera de nosotros. El poeta y las palabras que utiliza, son destruidas una y otra vez como ocurre con la vida, pero el poeta supera la destrucción y vuelve. Volver a conocer la vida una y otra vez; volver a sentir sus emociones y sus pasiones, es la forma que Brines tiene de no perecer en el olvido.

La realidad es un constante devenir y en ese devenir está incluido el ser de la palabra. Los signos que Brines desvela son la soledad y la muerte de todo lo que le rodea, incluido él mismo. Por eso su poesía —como su lenguaje— es una creación constante, porque las palabras, como la vida, se desgastan, y hay que volver a reconstruirlas para renacerse en ellas. Ante el fracaso —la conciencia del fracaso— Brines responde desde la práctica de la insistencia. Hay que ir más allá sin caer en el silencio de la palabra. Hay que cercar la nada desde la definición de la palabra. Hay que volver a la vida, volver a sus máscaras y aceptarla. Amarla, incluso, pues es lo único que tiene el poeta. La superación del nihilismo en el poeta está en el regreso, el retorno a la vida a pesar de su engaño, pero conociendo sus máscaras.

La insistencia de Brines no puede ser más que lingüística. El desvelamiento de los signos conduce a Brines a una ontología del devenir y, junto al engaño del mundo, descubre el engaño de las palabras. La nada y el olvido son realidades negativas que no encuentran su lenguaje porque se definen desde la ausencia. Hay que releer Salvación en la oscuridad para entender al poeta plenamente y comprender que, pese al agnosticismo que preside su poesía, Brines entiende el mundo desde la realidad del poema mismo; porque su poesía es producto de su amor a la vida, y ese amor le llega a partir del conocimiento que tiene de la realidad y del dolor que ella le produce. Pero todo esto pertenece a su biografía interior, la que posibilita la expresión de su poesía y por lo tanto la que tenemos que adivinar en sus versos, pues sólo es interesante para los demás en cuanto encarnada en ellos, “todo el resto —dice el poeta— es vida significante para mí y silencio para los demás”.           

Escribí este texto el 26 de noviembre de 1999. Brines acababa de recibir el Premio Nacional de Las Letras Españolas y quise hacerle un pequeño homenaje. Hacía años que teníamos conversaciones y paseos cuando venía por Madrid y salíamos a dar tumbos por los alrededores del Ateneo, el Círculo de Bellas Artes y buena parte de ese Madrid que tanto le gustaba. Luego nos conocimos más a fondo, más tiempo de conversaciones, más complicidades. Era un conversador nato lleno de vitalidad y con una capacidad extraordinaria para dejarte parada en una esquina durante más de dos horas hablándote de toros, de arte, de poesía. Y así podíamos pasar el tiempo sin tener conciencia del lugar o de la hora del encuentro. Nada importaba excepto el sonido de su voz, las palabras que casi susurraba, lo que contenían. Como aquel paseo interminable del brazo de Manolo Cabrera hablando sobre toros una noche en Valencia. Una lección de tal categoría que hizo tambalearse mi opinión sobre ese tema. Luego fuimos a un pub a tomarnos un gin tonic y hablamos de literatura, pero poco. Al día siguiente, se fueron los dos a los toros y allí el público recibió con aplausos al “maestro” como lo llamaban en el tendido, tan grande era su sabiduría sobre el arte de la tauromaquia. Luego volvieron felices como dos niños chicos a contarme el brillo, la luz, los pases, los quites, las distintas suertes. Toda una fiesta que le daban a Paco la alegría y el fulgor que le había visto otras veces cuando hablaba de amor o de poesía.

Brines vino a La Palma en varias ocasiones y lo llevé al norte, a los volcanes, a los paseos de la avenida, a los amigos. Y luego, pasados los años, recordaba esos lugares con cierta tristeza, como si ya no fuera a volver nunca más. “Está tan lejos…”, me decía. En el 2005 le publiqué Las Brasas, en la colección Retorno. Fue un acto de complicidad más, pues era un libro antiguo que había sido Premio Adonáis en 1959. Le gustó la idea de que volviera a ver la luz. A mí, tenerlo en la editorial donde ya estaban la mayoría de sus amigos (Pepe Hierro, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún, etc.) fue un regalo generoso que vino a engrandecer la colección que dirigía Manolo Romero. Luego vendrían tardes en silencio. Amigos que se iban para siempre. Algún homenaje, un recital juntos, las pérdidas, la enfermedad, su voz quebrada en el teléfono y, al final, las fotografías, los recuerdos, sus libros en un pequeño montón sobre la mesa y sus versos sosteniéndose en pie, firmes, dentro de mi cabeza. 

Elsa López

22 de mayo de 2021

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