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Cuando Moussa encontró a Daraida entre los brotes de xenofobia de Arguineguín: “Solo comparto lo que tengo”

Moussa en el sur de Gran Canaria.

Natalia G. Vargas

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Daraida nunca esperó cruzarse con Moussa. Él nunca pensó tener tanta suerte. El trayecto que la vecina de Arguineguín repite de forma rutinaria y hasta cuatro veces al día para llevar a las niñas al colegio o ir al supermercado un día se transformó por completo. A través de la ventanilla de su coche se fijó en un joven maliense de 20 años vestido con un chándal azul desgastado por el uso. No llevaba camiseta y calzaba las zapatillas como si fueran zuecos porque no eran de su talla. Paró el vehículo a su lado y le ofreció una bolsa con zumo, queso y pan. “¡Toma, amigo!”, le gritó. Con la mano en el pecho, Moussa le dio las gracias hasta la saciedad. Ella le dio su teléfono y regresó a su piso, donde vive con sus dos hijas y su marido. Aún no sabía que a partir de ese momento mantendría un trato casi diario con el chico de Malí que llegó en cayuco al puerto del sur de Gran Canaria tras una travesía de siete días, de los cuales tres estuvo sin comer. A la mañana siguiente, dio un respingo cuando vio un mensaje en su móvil: “Hola. Soy Moussa”. 

El maliense no había podido hablar con su madre desde que llegó. Su padre, con quien mantenía una relación más estrecha, murió. Moussa no tenía tarjeta para su móvil, así que Daraida fue a la tienda más cercana y compró una de recarga. “Mi madre te da las gracias”, respondió él. La vecina de Arguineguín estuvo desempleada hasta hace una semana y en su casa a veces llegan “con lo justo” a final de mes, pero ni en su cabeza ni en su corazón cabe actuar de otra manera. “Ya dios me lo dará por otro lado si quiere. Lo único que estoy haciendo es compartir lo que tengo”, dice. 

Primero fue Moussa, y después llegó Sambou. Un hombre de 29 años al que veía correr desde su ventana con unas deportivas que le quedaban pequeñas. Daraida tocó la puerta de su vecina y entre las dos le compraron unas nuevas. Sambou estudió contabilidad y, si alguien le pregunta qué necesita, pide tres cosas: una libreta, una calculadora y un bolígrafo para continuar con su formación. Moussa ama nadar y escuchar música, sobre todo al grupo argelino PNL. Es tímido y agradecido y, por suerte, no se ha cruzado con reacciones racistas por parte de la población canaria. A veces, cuando Daraida le llama por teléfono, él le cuenta que está jugando al fútbol o paseando por la playa con jóvenes del sur de Gran Canaria. “A veces escucho los comentarios racistas de la gente y no me creo que esto pase en el siglo XXI”, confiesa la vecina. 

Los brotes de xenofobia se han propagado por Gran Canaria en los últimos meses. En enero, grupos de personas se organizaron por redes sociales para emprender una cacería para “limpiar la isla de inmigrantes”. “Se están comiendo todo el sur los hijos de puta estos. Si vemos grupos de cuatro o cinco moros juntos, palizote. Estamos preparados quince tíos, los vamos a reventar. Los moros van a morir, te lo digo así de claro”, amenazaban algunos mensajes de WhatsApp. Desde entonces, han tenido lugar manifestaciones de vecinos en distintos puntos de la isla, vinculando la inmigración a la invasión e incluso lanzando piedras a los campamentos donde permanecen cientos de personas llegadas en pateras y cayucos. 

Daraida ha expandido sus ganas de integrar a los jóvenes migrantes alojados en recursos del sur de la isla al resto de su familia, recopilando entre todos ropa y comida. “Un día llegué a mi casa y desvalijé el armario de mi marido”, bromea. Pero además de recursos materiales, ella les ofrece escucha y compañía. Dan paseos por la playa, comen juntos, van al centro comercial y a veces meriendan helado. También van a la peluquería. “Ellos quieren verse bien, porque si no se sienten aún más fuera de lugar”. Este año, también pasaron juntos la Navidad. “El día 24 me acerqué al hotel y les llevé un bizcocho, y el día de Reyes les expliqué nuestra tradición y les envolví una camiseta”, recuerda. 

El día que se fueron

Un día Daraida recibió una llamada de Moussa. “Nos vamos”, le contó. Ella se quedó paralizada y comenzó a llorar, pero el joven maliense no sabía ni siquiera a dónde lo llevaban. “Pensé que lo iban a llevar al Lasso o al campamento Canarias 50 y me angustié. Ese chico tan joven, tan tímido, en un sitio con tanta gente”, recuerda. Salió a la calle y observó cómo una guagua llena de personas migrantes salía del complejo turístico en el que estaban hasta el momento. “Todos me decían adiós y yo no entendía nada”. A los quince minutos, Moussa volvió a llamar. “Estoy en Puerto Rico”. Daraida sintió una sensación de alivio que nunca antes había vivido. “Él no quiere volver a Malí. Dice que si lo devuelven, coge de nuevo una patera pero esta vez se queda debajo del agua”.

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