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Emoción y empatía animal

Cada vez más estudios apuntan a la existencia de empatía en el mundo animal. (DP).

Nidia García Hernández

Santa Cruz de Tenerife —

En la Antártida, una foca es transportada sobre el vientre de una ballena jorobada. Ésta se ha dado la vuelta sobre sí misma para proporcionar al angustiado animal un improvisado bote salvavidas. Mientras, un grupo de orcas flanquea al cetáceo, esperando un descuido que haga caer al aterrorizado pasajero; ya que el abdomen que lo salvaguarda es, también, resbaladizo y en el estrés del momento termina deslizándose por sus pliegues. Va directa al agua sin que las orcas le quiten ojo cuando, repentinamente, la ballena eleva una de sus aletas y tapona la caída. Mantendrá a la foca así, en equilibrio, hasta alcanzar ésta una placa de hielo segura.

La escena, digna de película, fue supuestamente presenciada por los científicos Robert L. Pitman y John W. Durban, que se encontraban estudiando las técnicas de caza de las orcas. Fue un momento único, el registro de un comportamiento asombroso que dejaría atónita a la comunidad científica y, posteriormente, al mundo. Haciendo obligatorio preguntarse: ¿habrá ocurrido con anterioridad? ¿A qué responde una conducta así? Pues no se trata de una madre protegiendo a su cría o de la defensa del grupo; ni siquiera comparten especie, por lo que achacarlo a un instinto de perpetuidad o de custodia genética no parece encajar en el patrón.

¿Qué ha ocurrido entonces? Da la impresión de ser un acto solidario, una respuesta compasiva, casi heroica. Una generosidad que aparenta ir más allá del mero instinto, como activada por esa cualidad que tendemos a considerar tan humana y que llamamos empatía.

Felinos salvajes y bebés babuinos 

El salvamento protagonizado por la ballena no parece ser el único ejemplo, al contrario, cuanto más se observa el comportamiento animal, más pruebas de esta conducta salen a la luz. Como ocurrió durante el rodaje del documental El ojo del leopardo, donde un equipo de National Geographic seguía los pasos de una leopardo bautizada como Legadema.

Ésta acababa de cazar un babuino al que arrastraba por el tronco de un árbol para evitar el asalto al festín de otros depredadores. Lo arrastraba del cuello cuando percibió que, colgando de él, se encontraba un diminuto bebé babuino. La cría, que tenía unos pocos días de vida, cayó al suelo y permaneció allí asustada. En ese momento, Legadema pareció olvidar sus instintos más primarios y abandonó su captura, centrando su atención en la cría. Se tumbó junto a ella y se dedicó a darle delicados toques que parecían caricias, con las mismas garras que acababan de poner fin a la vida de su madre.

La conmovedora estampa fue interrumpida por una manada de hienas que apareció atraída por el olor del cadáver. Rápidamente, Legademacogió con cuidado al minúsculo bebé y lo colocó en lo alto de un árbol para mantenerlo a salvo y poder espantar a las intrusas.

Lo que ocurrió a continuación fue sorprendente. La leopardo atrajo al temeroso bebé a su lado, como movida por un repentino instinto maternal, y pasó la noche acurrucada junto a él, intercalando lametazos y gestos delicados. Esto no impidió que el babuino falleciese a la mañana siguiente pues era demasiado pequeño para subsistir sin su madre.

Babuinos y leopardos son enemigos naturales, siendo habitual las agresiones entre ellos. Es más, la propia Legadema había escapado del ataque de un grupo de babuinos cuando era sólo un cachorro. Lo que hace, a priori, más inaudito este comportamiento

¿Qué se activa en un animal salvaje para romper, de golpe, con la categoría de presa tan bien asentada? Especialmente, cuando sabemos que la caza tiende a centrarse en el individuo más débil, una cuestión práctica que intenta garantizar el éxito. Entonces, ¿a qué se deben estas raras excepciones? ¿Son realmente tan puntuales o suceden a nuestras espaldas, en más ocasiones de las que creeríamos?

El fotógrafo Evan Schiller pudo captar un suceso parecido pero, esta vez, entre leones. Se encontraba en un safari en Botswana cuando, un momento de bullicio entre unos árboles, llamó su atención: una leona acababa de atrapar a un babuino mientras el resto del grupo se refugiaba en lo alto de las ramas.

Una escena normal en África que terminó volviéndose extraordinaria al percatarse Schiller del pequeño babuino que se descolgaba del cuerpo moribundo de la madre. El mismo impulso curioso que había tenido la leopardo, pareció invadir a la leona, dando lugar a una serie de fotografías históricas. En ella se puede ver como la leona mantiene al pequeño en su regazo, sin ejercerle daño alguno. El babuino se atreve, incluso, a intentar mamar de ella, como queriendo aceptar a esta madre temporal.

La familia de babuinos, que se mantenía expectante sobre los árboles, aprovechó un descuido de la leona para recoger al bebé, dejando un final feliz en esta asombrosa historia.

El desarrollo de la empatía

La empatía es la habilidad que posibilita el que nos podamos poner en el lugar del otro, siendo capaces de percibir su dolor o su alegría, como nuestro. Ese sentimiento nos incita a ayudar y a colaborar con el resto, un principio evolutivo que resulta, a todas vistas, favorable: leer el sentir ajeno es sinónimo de supervivencia.

Empezando, en primer lugar, por la propia descendencia. Algo particularmente relevante entre los mamíferos, cuya prole necesita del cuidado de los padres durante los primeros años. En un escenario así, empatizar con las necesidades de los hijos, siendo sensibles a sus señales emocionales, resulta obligatorio.

En segundo lugar, se trata de una cuestión clave a la hora de convivir en manada, ya que un grupo que tiende a la cooperación, aumenta sus opciones de subsistir. La empatía nos impulsa a cuidar de enfermos o ancianos y, al mismo tiempo, ayuda a obtener conexiones más fiables y, por tanto, duraderas. Aumentando la calidad del grupo, crece también nuestra esperanza de vida. Lo que demuestra como algo tan aparentemente desprendido responde, inicialmente, a interés propio, a pura supervivencia.

Una costumbre ancestral, como se vislumbra en los hallazgos fósiles, tales como los restos de un Homo heidelbergensis, cuya cadera fue rebautizada por el paleoantropólogo Ignacio Martínez como “Elvis”. Al datarla se descubrió que nuestro antepasado llegó a vivir 45 años, una cifra espectacular para la época y más si tenemos en cuenta que, el portador de “Elvis”, padecía una enfermedad degenerativa en la columna, lo que lo habría dejado lisiado prácticamente desde la infancia. Sin embargo, sobrevivió y lo hizo durante toda una vida, algo que sólo puede responder a la ayuda del grupo. No se le abandonó ni se le dejó atrás, al contrario, los vínculos y el afán de colaboración, le permitieron correr mejor suerte.

Es gracias a esta capacidad –en buena parte− que los seres humanos hemos prosperado. Por eso no sorprende que con el tiempo, algunos animales hayan podido seguir el mismo trazado evolutivo, donde no siempre prima la “ley de la selva” o la “ley del más fuerte”. Sí, hay una parte que se mantiene salvaje pero atribuirnos en exclusiva una habilidad que, además, se remonta tan lejana, es pecar de egocentrismo.

Pruebas de empatía animal 

Se ha demostrado que todos los mamíferos son capaces de mostrar algún tipo de empatía, a distintos niveles según el caso. Por ejemplo, si un animal se muestra feliz y contento, es normal que el resto de su grupo adopte la misma emoción; un efecto espejo que se conoce como “contagio emocional”. La muestra más visceral de este tipo de empatía es el reflejo de bostezo, una reacción inmediata, prueba del arraigo de esta capacidad. Es por eso que los niños con autismo −que tienen mayor dificultad para interactuar socialmente− no repiten el bostezo, como consecuencia de sus problemas para leer las emociones ajenas.

Los animales más complejos, en cambio, van mucho más allá, tratando de entender los orígenes del estado emocional del otro. Es decir, buscan entender las causas de esa felicidad o tristeza. Esto se produce entre primates pero también en delfines y elefantes. En los seres humanos, es una capacidad que aparece alrededor de los dos años, correlacionado con la aparición de la conciencia de sí mismos. Por tanto, cuanto más consciente de sí mismo es un animal, más empático tiende a ser.

Una de las pruebas más convincentes de empatía animal surgió en 1964, en la Universidad de Northwestern, a raíz de la investigación con un grupo de monos rhesus. Para ello, el grupo de psiquiatras colocó una cadena de la que el mono podía tirar para obtener comida pero, en contrapartida, uno de sus compañeros recibía una descarga eléctrica. Al percatarse, los monos se negaron a obtener comida por este medio. Uno de ellos pasó 12 días sin tirar de la cadena, después de observar como otro recibía una descarga. Prefirieron, literalmente, morir de hambre antes que dañarse entre ellos.

Pero no sólo ocurre entre los grandes mamíferos. Los ratones de campo, por ejemplo, acuden a consolar a sus compañeros con más estrés, según un estudio de la Universidad de Emory. Para ello, aislaron parejas de ratones, dando una leve descarga a sólo uno de ellos. Al reunirlos, los ratones que no habían sufrido la corriente, acudían a lamer a sus parejas antes y durante períodos más largos que los especímenes del grupo de control que fueron separados pero sin exponerse a la descarga. Esto se conoce como “comportamiento de consolación”, un tipo muy básico de empatía que busca tranquilizar al compañero. Una reacción que demuestra que los animales son sensibles a las emociones de otros.

Tratar de estructurar el mundo, adaptándolo únicamente a la medida humana, es un error. El propio lenguaje intenta desligarnos de nuestro entorno, utilizando el adjetivo “animal” para lo burdo e insensible y el de “humano” como alabanza a todo lo bueno. Por suerte, cada vez hay menos rechazo a la idea de una aproximación entre especies, donde seguirá habiendo diferencias pero sin obviar lo que nos conecta, lo que nos “humaniza”.

La empatía, de hecho, seguramente sea una parte más de nuestra herencia primate. Aceptarlo y hacerlo sin una visión segregacionista es abrir la puerta a un sinfín de posibilidades. Movidos como estamos por encontrar otras vidas inteligentes con la que conectar, sería absurdo no explorar un punto de partida tan cercano como el de nuestros cohabitantes. Un cambio de esquemas importante, ya que supondría recomponer criterios y apostar por unas leyes más justas para todos pero, ¿no sería eso lo que cabría esperar de nosotros, la más empática de las especies?

 

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