El otro patrimonio arquitectónico de Canarias
Todos los maestros y todos los padres tienen un favorito, ya sea porque es el más espabilado, el más ocurrente, el más guapo o simplemente porque sí. Pero lo cierto es que siempre hay un ojito derecho. El patrimonio canario no es ajeno a este fenómeno y no hay que estrujarse mucho la sesera para saber quiénes son los mimados, los que se llevan las atenciones y la doble ración de postre.
No es mi misión hacer una lista de los niños bonitos del panorama sino centrar la atención en el resto de la prole, en aquellos que de manera injusta han sido dejados a un lado por no encajar en las corrientes más complacientes con el gusto de la mayoría. Uno de esos segundones inmerecidos es el racionalismo arquitectónico.
Pasear por las calles de las islas implica tropezarse, tarde o temprano, con algún ejemplo de ese tipo de arquitectura, especialmente en las capitales de provincia. Su presencia en la islas se debe a un cúmulo de circunstancias que se dieron en el archipiélago durante el primer tercio del siglo XX, como el enriquecimiento de la burguesía comercial gracias a los puertos; la necesidad de encontrar un nuevo lenguaje que se alejase de las ya manidas fórmulas vernáculas, de la balaustrada, la teja árabe y las molduras; la presencia de arquitectos alemanes como Richard E. Oppel y el viaje a Alemania de Eduardo Westerdhal; la separación del archipiélago en dos provincias; la proclamación de la II República en 1931… Todo este panorama favoreció la entrada y la aceptación del racionalismo, si bien en las islas no fue un movimiento en sí, sino que contó con numerosos ejemplos que se construyeron incluso durante la dictadura franquista.
A grandes rasgos, se puede decir que el racionalismo huye del ornamento complaciente y adulón en busca de la pureza de líneas, de la simplicidad y la elegancia sutil. Persigue la funcionalidad y la distribución racional de los espacios y, para ello, se servía de los avances constructivos de la época, de nuevos materiales de gran calidad y duración, con el hormigón armado como su abanderado.
Lejos de lo que esta simplista descripción pueda hacer parecer, no se trataba de inertes cubos con ventanas y puertas. Lo cierto es que esa arquitectura no está exenta de estética, de una plástica que se refleja en sus volúmenes constructivos, en las terrazas curvas desde las que otear la calle y escuchar algún chismorreo, en las bandas horizontales que cubren sus muros perimetrales y por los que resbala la luz de la tarde, y en la suerte de motivos geométricos que coronaban ventanas, fachadas y verjas que quieren ahuyentar con estilo a los amigos de lo ajeno. Detalles que se podían observar en la tristemente vaciada Clínica Bañares, en Santa Cruz de Tenerife, y en su magnífico y desaparecido acceso.
Mejor suerte han tenido otras edificaciones cercanas a esa, como el edificio Fernández o las casas Pérez Alcalde o de Armas. También las viviendas de la Sociedad Cooperativa de Construcción de Casas Baratas del barrio de Salamanca o las de la Sociedad Cooperativa de Producción de Tenerife, en el entorno del hotel Mencey y la calle Enrique Wolfson, parecen haber escapado del verdugo de la especulación, pero no de alguna que otra cuestionable actualización en la que paradójicamente se les añade teja árabe.
Otras, anónimas e incluso con nombre y apellidos, abandonadas a su suerte, están esperando dignamente la estocada final, y con ello desaparece otro pedacito de la historia y la vida de Santa Cruz de Tenerife.
Seamos como ese tío favorito que disfruta de todos sus sobrinos por igual o como el maestro sustituto que aún no ha tenido la preceptiva reunión con la dirección del centro para advertirle sobre quiénes son los alumnos con pedigrí y para saber que es capaz de valorar sin prejuicios las virtudes de cada alumno. Salgamos a la calle. Nuestros edificios necesitan ser observados con una nueva mirada, merecen un mimo y una carantoña, ser habitados, utilizados y transitados, valorados como bien se merecen.