¿Crudo o caliente? Un repaso a las técinas culinarias
Si es conocido el dicho de que lo sublime a lo ridículo no hay más que un paso, que los franceses identifican con lo que ellos llaman Paso de Calais y el resto del mundo Canal de la Mancha, entre Francia e Inglaterra, no lo es tanto el que establezca que de lo delicioso a lo repugnante no media, tampoco, más que una muy corta distancia.
Pero es una verdad como un templo. El mejor ejemplo lo tenemos ahora mismo en esa obsesión por los modos culinarios japoneses, que se han adueñado de muchas cocinas occidentales con el nombre de 'cocina de fusión'. Ustedes saben, sin duda, que una de las glorias de la cocina nipona es el sashimi. Me vale igualmente el sushi. Como a estas alturas no ignora casi nadie, el ingrediente principal de estas especialidades es el pescado crudo.
Perfectamente. Hay pescados que, crudos, están buenísimos. A mí me encantan así el salmón y, sobre todo, el atún rojo, aunque últimamente lo evito porque sé que a fuerza de una demanda desaforada está en grave riesgo de extinción. Pero, naturalmente, esos pescados perfectamente crudos los como tras sumergirlos unos segundos en una salsa de soya 'alegrada' con ese demonio verde -demonio por lo picante- que es la variedad de rábano llamada en japonés wasabi. Y, más naturalmente todavía, los como sin que hayan sufrido para nada la acción del fuego, del calor. Si están crudos, están crudos.
Demos un paso más, y hablemos del tataki. Un tataki de atún, rojo o blanco, es una cosa muy rica. Aquí ya hay fuego, pero poco: se pasa el lomo que se vaya a cocinar por la plancha, a fuego muy fuerte, de manera que en la superficie del pescado se forme una costra, se selle. Luego, rápidamente, se echa ese pescado en un recipiente con agua y hielo, para detener la cocción de modo instantáneo. El interior de esos tacos de atún está, como es lógico, frío. Y es muy agradable.
Ahora bien: en este mundo de la cocina abunda quien ha oído campanas, pero no sabe muy bien dónde. Le han hablado de esos atunes crudos o casi crudos, y se aplican la copla... pero muy mal aplicada. Y le sirven a uno un lomo de atún con hechuras de tataki... pero caliente, es decir, meten el pescado en el horno el tiempo justo para darle temperatura, pero no para cocinarlo. Un pescado crudo, o semicrudo, a temperatura ambiente o francamente frío puede ser delicioso, como saben perfectamente los muchos aficionados a esa joya de la cocina del Pacífico americano que es el cebiche. Un pescado crudo o semicrudo caliente es... un horror, una cosa con una textura cualquier cosa menos agradable, muchas veces literalmente repugnante.
Las cosas a medias nunca resultan bien, por mucho que se diga, y en tantos casos sea verdad, que la virtud está en el término medio. No es así en este caso. Si usted quiere un pescado crudo, pero crudo-crudo, hará muy bien en pedir un sashimi. Si lo quiere con un marinado más o menos intenso, será ocasión de disfrutar de un cebiche. Pero si lo quiere cocinado, lo quiere cocinado. En punto corto, si ése es su gusto. Pero nunca crudo y caliente: son términos antitéticos. Ah, tampoco estamos recomendando para el atún blanco el nada atractivo punto -más que hecho- del plato que ilustra la campaña del FROM a favor de este pescado: tampoco es eso.
Verán que en este caso el problema es diferente al que suele presentarse con las carnes rojas a la parrilla: en éstas, lo francamente desagradable es que el corazón del chuletón esté no crudo, sino frío, es decir, que el calor no haya llegado a ese centro de la pieza de carne. Puede estar sangrante, y son muchísimas las personas que opinan que no es que pueda estarlo, sino que debe estar así; pero nunca debe estar frío. Es decir, que el fuego debe, en el caso de la carne, como mínimo calentar toda la pieza; en el del pescado debería, además, cocinarla. Y es que pese a las modas, a la gente sigue sin hacerle gracia ver sangre en el interior del pescado, ni siquiera apreciar tonos rosados junto a la espina. Pero los 'modernos' insisten en ello, qué le vamos a hacer.
Darle el punto exacto a un pescado, a un ave, a una carne, es todo un arte... que debe consultarse, antes, con el propio comensal, que al fin y al cabo es el que paga y tiene derecho a que le hagan las cosas a su gusto, salvo que su gusto sea aberrante, y aún así, aunque el cliente casi nunca tenga razón la mayoría de las veces hay que dársela. Pero una cosa tan fácil como distinguir lo crudo de lo caliente debería ser de una claridad diáfana para cualquier trabajador de los fogones. Por desgracia, no lo es. Y ése es el matiz que separa lo delicioso de lo repugnante.