Hay veteranos políticos que no aprenderán nunca a pesar de la experiencia y de la sabiduría que el paso de los años va acumulando alrededor de sus canas. O de su calvicie. José Miguel Bravo de Laguna, presidente del Cabildo de Gran Canaria, es uno de los más experimentados políticos que aún siguen en activo en Canarias. Ensolerado en la escuela de la UCD, donde hubo que aprender democracia a un ritmo endiablado dada la procedencia franquista de la inmensa mayoría de sus dirigentes, este aventajado abogado logró pronto destacar y colocarse en puestos de relumbrón. O casi. Su querencia a la derecha, previo paso por el liberalismo que todo lo soporta, le hicieron desembocar en el Partido Popular, a cuyo frente se colocó pronto precisamente gracias al erial de los alrededores y a su brillante trayectoria, solo salpicada por algún suceso desagradable del que seguramente también extrajo su moraleja: espera diez minutos antes de decir “usted no sabe con quien está hablando”. Bravo está curtido en mil batallas, desde el pacto de Las Cañadas, que construyó de aquella manera la autonomía de Canarias, al que celebró en mayo pasado con un tránsfuga para garantizarse la presidencia del Cabildo de Gran Canaria. También ha pasado por los puñales de Mauricio, por la plácida vida del Congreso de los Diputados o por el odio tribal mutado en obediencia debida a José Manuel Soria. A demasiados kilómetros de la euforia absoluta del PP, vive aislado por adversarios políticos de dentro y de fuera de su partido, lo que le está conduciendo a una deriva demasiado previsible y barata para tener éxito: el insularismo más rancio.