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Cataluña, entre la DUI y el inmovilismo

Enrique Bethencourt

Las Palmas de Gran Canaria —

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Desconozco si don Miguel de Unamuno, ese ilustre intelectual que sufrió exilió en Fuerteventura, repetiría hoy su durísimo alegato de hace casi un siglo sobre las relaciones de Cataluña con España. En el que aseguraba que España merecía “perder Cataluña”, como había sucedido con Cuba; y responsabilizaba a la prensa madrileña por repetir los mismos errores que con la isla caribeña, acusándola de pensar “con los testículos”.

Aunque transcurrido tanto tiempo, con un golpe de estado fascista, una guerra civil y una prolongada e ignominiosa dictadura por medio, parece que la situación no ha cambiado lo suficiente en estas cuatro décadas de democrática andadura. Algo se ha hecho mal. Y no se vislumbra posibilidad e intención de corregirlo.

La muestra la tenemos estos días en que en lugar de tratar de convencer a los catalanes de que es mucho mejor permanecer en un proyecto común, plural y diverso, con respeto a las enriquecedoras diferencias, se les vitupera, se les insulta, se les amenaza y hasta se pide que Piqué sea apartado de la selección (¿los patriotas de la banderita plantean lo mismo a los muchos deportistas españoles que tienen su dinero en Suiza, que no aportan un euro al bienestar de sus conciudadanos?) y el Barça de la Liga. Amigos para siempre.

Y, sobre todo, las torpes acciones del Gobierno de Rajoy ante el referéndum: incautación de material electoral, declaraciones de que no se iba a celebrar en ningún caso, detenciones de altos cargos y represión policial el 1-O que se refleja en los medios de comunicación de todo el mundo y que deja bien lastrada la marca España. Al final, hubo urnas, papeletas, mesas electorales y más de dos millones de votantes. Y muchos e innecesarios palos.

Cierto es que el referéndum era ilegal y que presentaba numerosas carencias democráticas; que no debió ser convocado sin disponer de un acuerdo con el Estado ni de suficiente apoyo parlamentario y social en Cataluña. Y que se convirtió, fundamentalmente, en una enorme movilización de más de dos millones de personas pese al miedo y al cierre de un buen número de centros de votación.

Esperanza

Las declaraciones efectuadas por los distintos líderes políticos tras cerrar los colegios electorales no dan lugar para la esperanza. Tímido inicialmente Pedro Sánchez, pero planteando que Rajoy “abra una negociación inmediata con Puigdemont”, lo que parece hoy un imposible metafísico; además, al secretario general del PSOE no le ayuda mucho a la hora de ser más audaz la oposición de una parte de su partido, con Susana Díaz al frente. Lanzado Albert Rivera, dispuesto a aplicar con urgencia el artículo 155 y suspender la autonomía por tierra, mar y aire, aunque eso suponga violentar a la mayoría de la ciudadanía de Cataluña.

Pero mucho más grave y relevante es la actitud que hemos podido observar en los dos máximos protagonistas, los presidentes de Cataluña y España.

Uno, Puigdemont, avisando de que en los próximos días el Parlament puede llevar a cabo la declaración unilateral de independencia, sin marco legal, sin aval internacional y sin saber a ciencia cierta cuántos catalanes y catalanas la apoyan; cosa que solo resolvería un referéndum con todas las condiciones, no la movilización del 1-O.

El otro Rajoy, señalando que aquí no ha pasado nada, que cautivo y desarmado el ejército soberanista las tropas nacionales han alcanzado todos sus objetivos, la guerra ha terminado. Mi honra está en juego y de aquí no me muevo. Lo que lleva haciendo desde hace varios años, contribuyendo a empeorar la situación.

Liderazgo

La Declaración Unilateral de Independencia (DUI) me parece disparatada en estas circunstancias. No me vale argumentar, como hacen algunos, que eso es lo que se prometió en la consulta y que no les queda más remedio que tirar hacia delante con todas las consecuencias. Los dirigentes políticos deben ejercer su liderazgo y, cuando no hay condiciones para cumplir una promesa, no esconderse y explicar claramente a los ciudadanos y ciudadanas la situación y la necesidad de explorar otras vías. Cumplir para llevarlos al borde del precipicio no es para sentirse orgulloso.

La parálisis, por el otro lado, también me resulta completamente irresponsable. Hay que articular fórmulas para tratar de volver al diálogo y a la negociación. A la senda de la política con mayúsculas. Hay que abrir espacios para los imprescindibles cambios constitucionales que, lejos de debilitar, fortalecerán la Carta Magna, actualizándola a la realidad de esta segunda década del siglo XXI. El federalismo, superador del actual marco autonómico, puede permitir acercar posturas y romper la actual dinámica de blanco sobre negro: estatus actual o independencia.

A superar la actual situación no ayuda, en modo alguno, la sensación de victoria que, tras la batalla, respiran ambos contendientes por muy distintas razones y lecturas de lo sucedido.

Los dos han salido reforzados ante sus respectivos públicos. Resistiendo Puigdemont que se mantiene en el alambre frente a una ERC que hoy arrasaría al Pdcat, heredero de la antes hegemónica CiU. Feliz por el triunfo de su relato y de la nefasta imagen internacional para España de la incautación de urnas y los excesos policiales. Es muy probable que hayan aumentado los partidarios de la independencia y, asimismo, de los que defienden el derecho a decidir tras los hechos de las últimas semanas, culminados con los errores del Gobierno del PP en la jornada del domingo.

Cómodo Rajoy, es su manera de ser, ante el crecimiento del españolismo (y la catalanofobia) en el resto del Estado y sabedor de que en Cataluña su formación es y seguirá siendo escasamente relevante, como lo es también en el País Vasco. Pero pensando que su inmovilismo le puede otorgar una treintena de diputados más en el ámbito estatal y garantizar una continuidad en condiciones más fáciles que las actuales si decide disolver las Cortes e ir a unas elecciones generales anticipadas.

Todos, como se puede observar por lo que dicen y hacen, pensando exclusivamente en el bienestar ciudadano y no en intereses personales y partidistas, en cálculos electoralistas o en luchas de poder.

Con esos mimbres tan deteriorados será muy difícil construir un cesto conjunto. Da la impresión de que resultará del todo imposible. Estamos ante el fracaso de la política y un enquistamiento en las respectivas posiciones que no augura nada bueno para el próximo período. Sus consecuencias se proyectarán, además, durante décadas en las relaciones entre España y Cataluña, entre Cataluña y España. Y no es un problema solo de política sino de afecto, de aprecio mutuo, de convivencia.

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