Nada tengo contra los carnavales. No me gustan pero tampoco me molestan. Sólo pido que en su defensa no atenten contra la capacidad media de raciocinio. Porque la inusual rapidez y contundencia de la intervención parlamentaria indica que sus señorías los consideran trascendentales para las islas; de vida o muerte, vamos. Por lo que habrá de reprochárseles su imprevisión y desidia al no proveer antes y con tiempo en asunto tan grave y acabar improvisando la chapuza sólo cuando se puso en pie de guerra el Santa Cruz carnavalero.Por otro lado, mal andamos los canarios de identidad cuando proclaman a los carnavales como su misma esencia. En una tierra indiferente ante la desaparición de sus tradiciones, resulta que es el Carnaval la única que se defiende. Y no sólo eso: cuanto más se alejan fiestas de las tradiciones carnavaleras genuinas, se “abrasilan” y extrema el poder político su control sobre ellas, es cuando reivindican su valor absoluto como seña de identidad.Una identidad ruidosa. Porque nadie ha ido contra los carnavales en sí sino contra la tremenda escandalera sin la que, por lo visto, no se concibe la diversión. Y no hablo de ruidos normales en aglomeraciones humanas con sus músicas y bullicio; me refiero a los terribles equipos de sonido que cualquiera puede instalar en su furgoneta o chiringuito y a joderse los vecinos. De lo que debo deducir y deduzco que, en realidad, es la competición decibélica la verdadera entraña de nuestra identidad y dos piedras. Entre esto y que el Estatuto nos reconozca como archipiélago atlántico no sé yo donde meter tantísima identidad, oye.Los decibelios no permiten escuchar y sí ignorar las sugerencias de traslado de las celebraciones que requieran el máximo nivel de ruido identitario. No conviene escuchar esas voces porque el centro de las ciudades está ya amortizado y no es cosa de restarle a la especulación los metros cuadrados que aguardan. Y no hablo pensando en Santa Cruz, allá ellos, sino en Las Palmas de Gran Canaria donde con los festejos en general, no sólo los carnavaleros, se hurtan de fijo espacios públicos al ocio ciudadano y se elude la creación de espacios adecuados a las grandes concentraciones para no afectar suelos susceptibles de negocio. Una práctica que, bien mirada, también es seña de identidad.