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Espacio de opinión de Tenerife Ahora

Otoño

Román Delgado

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Escribo con la chuleta al lado. Hay mucho garabato perdido y demasiadas palabras sueltas, desdibujadas, viudas, abandonadas a su suerte; a punto de caer por los bordes del papel de servilleta, uno de muy bajo gramaje, transparente, de los que no secan pero ensucian y afean. ¡Las odio! Suena Antony & the Johnsons cogido en el primer corte del álbum, en Everything is new (Todo es nuevo). El raro de Antony casi siempre se convierte en el antidepresivo más efectivo. Tengo mucha suerte. Me entero, por un mensaje de móvil, de que el Ayuntamiento de Santa Cruz acaba de dar la buena nueva de que lo peor del temporal ya ha pasado. Pero fuera sigue lloviendo. Los árboles sonríen y no hay gente menuda en el patio. “No están por la huelga”, me advierte el transeúnte más próximo. Los bocinazos de protesta de los taxistas los fui dejando atrás al avanzar en sentido contrario. Todo invita a intentarlo de nuevo, y voy con valentía.

El escondite

No sé si es de día o de noche, pero sí que me aso. Las persianas bajadas solo dan cobijo a la oscuridad. Está todo cerrado porque el tiempo no admite miramientos. Me aso y me aso. Sudo como antes jamás había recordado. El ordenador sigue encendido y yo estoy enfrente del monitor, sentado, esperando cada vez con menos calma y más deseo de que este tiempo de mierda se vaya al carajo. No lo aguanto más. ¿Dónde coño se quedó el otoño? ¿Dónde…? Joder. Ya no me puedo mover, estoy paralizado, sin fuerzas, sin energía, sin agua a mi alrededor. Me muero. Quizá aquí me quede para siempre. Lo tengo todo sellado porque odio el sol y su calor innecesario. No sé cómo voy a escapar de esta. Todos los veranos y sus prolongaciones gratuitas… Siempre igual, siempre igual. ¡Maldito cambio climático de los cataplines!

¡Uyyy…! Ahora sí que no sé qué está pasando. El silencio se interrumpe por el sonido acompasado de una gota tras otra de agua. No manchan el teclado ni el monitor, pero empiezo a sentir cómo me taladran la cabeza. Estoy mojado. Parte del agua cae por los cachetes y no es líquido del lloriqueo de un joven infeliz. Noto, porque así lo muestra el monitor, que engordo más y más. La filtración de la última vivienda ha terminado generando una escorrentía que me llega a la cabeza de lleno. Se puede decir que ya es curso continuo de agua y que me ha convertido en un verdadero manto freático. Cada vez estoy más gordo, a punto de explotar. No es solo una sensación. Voy a explotar, qué gordo, que exploto, dios mío, por favor, que alguien me ayude. Me muero, me voy, se acabó, me apago. ¡Por dioooos...!

La detonación

“El cuerpo de ese hombre gordo como un boliche ha reventado; ha hecho ¡boom! Ha sido un boom bien fuerte”, explicó el portavoz de Emergencias a los vecinos. “Ustedes no corren riesgo alguno. Lo peor de todo ha sido que lo hemos tenido que recoger trozo a trozo porque había que montarlo de nuevo sobre la camilla y trasladarlo al hospital de la manera más decente posible, para ver si allí se le podía hacer algo, lo más parecido a salvarle la vida, a recuperarlo para su torpe rutina. Esto es ridículo, y lo sé”, dijo con voz huidiza.

Al escondite primero llegó la policía, luego los bomberos y más tarde la ambulancia y el personal sanitario especializado en urgencias. El médico jefe, un enamorado de recuperar vidas humanas, fue el que dio la orden de que se juntaran todas las porciones esparcidas y de que se recompusiera el cuerpo en la camilla, que ya luego se vería en el hospital, donde llegaron, con gran expectación de medios de comunicación, casi todas las piezas del puzle.

En la vivienda, la limpieza ni fue precisa ni se completó como debía haberse esperado de tanto acreditado profesional. A alguien se le olvidó coger el cerebro, que, debido a la fuerte explosión, voló por los aires y halló el mejor de los refugios entre cajas, libros, lapiceros y el montón de mierda que había detrás del monitor. Esa porción viva de cerebro había perdido el conocimiento y por eso no se estaba enterando de lo ocurrido. El resto del cuerpo, el que se armó por imperativo médico, ya se había ido en la camilla y seguro que en el hospital nada especial pudieron hacer por él, salvo crear un nuevo mecano, subirlo a la silla de ruedas y devolverlo al escondite. Así mismo se hizo tras el transcurso de los días.

El retorno

Tremenda tragedia familiar había forzado el reclutamiento en la ciudad de parte de los allegados. El más joven y musculoso de los retornados se encargó, con tremenda escandalera, de reubicar la silla de ruedas enfrente del ordenador y de colocarle un vídeo al muerto, uno especial para niños de tres años.

La porción escondida de cerebro ya había recuperado la consciencia y ahora lo percibía todo, lo oía todo, lo apreciaba todo. No veía la hora de que ese sobrino guapo y torpe se fuera al salón. No sabía qué hora era. Tampoco si el calor había amainado o si fuera la desertificación impuesta por el estío alargado había dado paso a otra cosa más llevadera y sensata. No sabía nada, que seguía algo zumbado, aunque sí había pensado en escalar hasta el borde superior del monitor y observar ese volumen inerte que era él, para entonces ver cómo meterse dentro y fundir cuerpo y mente. Solo así resucitaría esa masa de carne y huesos. Y lo consiguió. Vio la abertura que en la cabeza había dejado la operación imperfecta de recomposición, se introdujo en ella poco a poco y entonces todo pudo funcionar. Llegó a la cabina de mando y se enchufó. Tan pronto pudo quitó los dibujos animados elección del sobrino y optó por Antony & the Johnsons y Everything is new.

Cuando tuvo la certeza de que ya estaba para pasar la ITV, con esa música serena y señorial de ambiente, abrió la persiana del escondite y comprobó que el lecho del barranco se había convertido en río y que los berros habían colonizado las márgenes de la cuenca queriendo comerse el mundo. Las hojas de los árboles lucían el verde más intenso y limpio de la temporada y ahora todo se hallaba resplandeciente. El verano era pasado; el otoño presente. El otoño que solo se cree otoño cuando arrasa la primera borrasca. “¡Bienvenido, otoño!”, gritó de alegría y se puso a aplaudir.

El aviso

¿Por qué coño ahora suena tanto el timbre? No sé qué me pasa pero estoy mojado, muy mojado. El ordenador, como yo, está enchumbado, y al que me está llamando lo noto algo desesperado. Me acerco a la puerta y aparece el vecino de arriba. Ha bajado para avisarme de que se le ha roto una tubería. “¡La madre que te parió!”, lo pienso y pero no lo digo. Lo tranquilizo: “No te preocupes, hombre, que no es nada que no se pueda solucionar”, y regreso al despacho con un cubo donde almacenar el agua y un paño dentro para silenciar el goteo. Lo ubico debajo de la tira de agua y ya solo me quedo disfrutando del otoño durante lo que queda del día.

Everything is new suena y resuena hasta que entra la noche. Poco a poco, el soñador, feliz como nadie, cae rendido.

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