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El papel de las instituciones

José Miguel González Hernández

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En una acaudalada sociedad, una determinada institución es admirada por el bienestar y la felicidad que desprende, suministra y comparte. Sin embargo, de puertas para adentro, algo falla en su espléndida relación. La esterilidad ideológica hace imposible la llegada de propuestas. Por ello decide contratar a miembros de alquiler, cuya misión será pasar juntos un periodo de tiempo, buscando el momento más propicio para la concepción. Pero los problemas no paran de surgir y empiezan las excusas: que si no tengo dinero, que si ahora no puedo, que si lo haré más tarde, que si me entendiste mal, que si los mercados…

Como empezaron a hacer puentes antes de tener los ríos, el idilio duró poco. Empezaron a dormir en camas separadas. Las conversaciones fueron más tensas y lo temas tratados menos relevantes, con el objeto de evitar confrontación. Algo ya iba mal cuando, en el primer discurso, se dirigieron a la población y le comentaron que tenían dos noticias, una buena y otra mala. La buena es que todas nuestras deudas estarían saldadas. La mala es que tienen pocas para abandonar el territorio.

Bromas aparte, se supone que los diferentes niveles de gobierno, a día de hoy, deben tener asegurada la estabilidad de las instituciones representativas. Es cierto que las personas conocen poco (a veces casi nada) los programas y las promesas que cada institución propone y realiza. Pero peor es que carecemos de instrumentos y de tiempo para controlar y exigir el cumplimiento de las obligaciones representadas y los derechos a los que se tiene acceso. La pregunta surge espontáneamente: ¿a quiénes representan?, ¿qué tipo de relación tienen con la sociedad? Se supone que deben tener una actuación común para elaborar soluciones que eliminen, o al menos palien, los problemas que acucian a los ciudadanos a los que simbolizan.

Pero ya lo decía Nicolás Maquiavelo (1469-1527) en el capítulo XVIII: “De qué modo los príncipes deben cumplir sus promesas”, en su obra El Príncipe, el cual es fiel reflejo de la práctica política de prometer y no cumplir. Un pasaje elocuente lo refrenda: “Nadie deja de comprender cuan digno de alabanza es el príncipe que cumple la palabra dada, que obra con rectitud y no con doblez; pero la experiencia nos demuestra, por lo que sucede en nuestros tiempos, que son precisamente los príncipes que han hecho menos caso de la fe jurada, envuelto a los demás con su astucia y reído de los que han confiado en su lealtad, los únicos que han realizado grandes empresas”.

Lo cierto es que en la actualidad parece que nos quieren inculcar unos valores basados en el individualismo pensando primero en nosotros, siempre en nosotros y solo en nosotros, y solo si queda algo de tiempo, lo dedicaremos a pensar en nosotros. Pensemos que la realidad que nos ha tocado vivir es así y no se puede cambiar. Debemos aceptar las circunstancias como cosa de la fatalidad o de la naturaleza. Pensemos que es algo lógico que haya personas que manden y otras que obedezcan. Creamos que es verdad todo lo que leemos, escuchamos o vemos, y que no se nos oculta nada. Aceptemos sin rechistar que haya personas que piensen por nosotros qué es lo que nos conviene. Tal vez hay que cambiar el paradigma y debamos empezar a pensar por nosotros mismos, como paso previo al cuestionamiento de nuestro entorno. No sé. Es solo una idea.

*José Miguel González Hernández es economista

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