Fútbol, pasión y UD Las Palmas

Sandoval: Escribano, ¿qué es Racing para usted?

Escribano: Bueno, una pasión, querido.

Sandoval: ¿Aunque hace nueve años que no sale campeón?

Escribano: Una pasión es una pasión.

Sandoval: ¿Te das cuenta Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios... pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín... no puede cambiar... de pasión.

El diálogo anterior pertenece a una escena de El secreto de sus ojos (Juan José Campanella, 2009). La conversación en un peculiar bar de Buenos Aires, además de ofrecer un giro trascendental al argumento de la película, define con excelencia una elección: la que hace una persona cuando escoge un club de fútbol y se convierte en fiel aficionado de un sentimiento, de una pasión.

Recuerdo esa charla trascendental y esa secuencia cada vez que acudo al Estadio de Gran Canaria y compruebo, en cada partido en Siete Palmas, como los seguidores de la Unión Deportiva Las Palmas peregrinan, con una convicción que supera el ámbito de la razón, a una especie de templo muy particular en el que no acaban de encajar (tras el desalojo forzoso del Insular) y en el que ?últimamente? el número de satisfacciones se queda en una cantidad miserable.

Da igual el dolor que haya producido la derrota más desoladora o la decepción más cruel. Da igual ejecutar o no el deseo de deserción por cada disgusto. Da igual cada descenso de categoría. Incluso da igual cada deshonra ejecutada en los despachos que mancilla un pasado mejor. Y, en el fondo, da igual lo que pase. El aficionado de la UD Las Palmas reitera, persevera e insiste. Sea feliz o se encabrone con el resultado, siempre, de reojo o con disimulo, permanece atento, como protector de un símbolo, a lo que hace el equipo aquí o allá.

Sentimiento latente

Esa sensación de emblema común, de orgullo colectivo, ni se apaga ni se debilita. Algunos la podrán esconder, pero seguirá latente en su imaginario. Y, cuando menos se lo esperan, brotará. Ese afecto siempre vuelve. Basta con dos buenas victorias para que esa pasión aflore y explote como la primavera. La veo en Quique Curbelo, un fotógrafo excepcional, que acude al Estadio de Gran Canaria porque, a pesar de todo, ha heredado este sentimiento como casi todos: por la sangre, por los genes. La compruebo en Miguel Castro, estupendo arquitecto, que todos los años reserva su asiento en la Grada Sur porque ni se le ocurre seguir a otro club: ni a Barça ni a Madrid. Y la siento en Nico, buen amigo del barrio, que no pierde la fe porque un día tuvo un flechazo: vio jugar a Brindisi con la camiseta amarilla.

Y es que de la UD Las Palmas, tras años de mierda (desde su politización en 1992 hasta el proceso concursal actual, pasando por su envío impune a la quiebra), sólo queda bueno los sentimientos que genera. Es, dentro del discurso más incoherente e irracional, la explicación que más argumentos lógicos aporta para mantener en pie este sueño: se sostiene por el entusiasmo, por el deseo, por el cariño, por la vehemencia, por el arrebato y por el amor de su afición.

Porque la UD Las Palmas es eso, simplemente eso, nada menos que eso, es un viaje del corazón, es una pasión. Y, aunque no figure tanto en los bancos como el dinero, la pasión es un potente impulso para empezar a exigir un cambio de rumbo (más allá de las personas). Porque ya está bien de aguantar equipos que jueguen tan mal al fútbol, futbolistas de medio pelo, entrenadores mediocres, proyectos poco serios, tan poca ambición, tanta miseria y tanta mediocridad. La Unión Deportiva se merece más y mejor.

martin@canariasahora.com

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