Las almas y las letras

José María Noguerol

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El recorrido de un ser humano se puede medir por lo que ha escrito: nada, un poco, bastante, mucho... Lo que ha escrito desde los palotes y la caligrafía de la enseñanza primera. Cada cuaderno, cada libreta, un pedacito de alma, de esencia. Cada letra, un paso corto en la evolución personal. Estas reflexiones son muy propias de algunas compañeras de pasos, profesionales y personales: siempre me preguntan por las libretas. Hay muchas, es cierto, antiguas y recientes, apuradas hasta la última página y abandonadas, a medio camino o al principio. También hay una constante, la transcendencia y, por supuesto, la inmanencia que por sí misma es una libreta, una metáfora fracasada del personaje que seremos. Cuando saltaron las televisiones privadas en nuestro país, un periodista argentino me anticipó lo que venía, la telebasura, ante el alborozo general de más televisión, más libertad.

Qué razón tenía. Cada mañana, cada tarde, cada noche, las llamadas generalistas saturan repletas de tonterías y de porquerías. Para qué decir nombres. Atrofian los sentidos y el común de ellos. Las públicas compiten en sucesos y en programas de escarnio sucesivo de concursantes en un maléfico ejercicio de sadomasoquismo catódico. La cultura, en fin, ¿qué es eso? Hace muchos años que Carlos Vélez y su tropa (Encuentros con las letras) demostraron que con dos cámaras y muy poco presupuesto se puede hacer un programa cultural entretenido, ameno y de calidad. No me cansaré de reivindicar aquel estilo.

Esta semana hemos asistido, estamos en ello, a lo que podría ser el culmen de los despropósitos (habrá otros y peores): la actualidad informativa se concentró en el sumergible perdido en el Atlántico y el despliegue millonario de rescate. Un despliegue similar, ¡seguro!, al llevado a cabo en el Jónico para encontrar a más de quinientas personas perdidas en un naufragio más de la pobreza. La noticia de la tragedia del Jónico casi ha desaparecido, tapada por la del sumergible. Nadie dice nada.

Las almas de las personas se retuercen en el mar, se oscurecen en las páginas de un periódico y en los bits de su versión digital. Los televisores, las otras pantallas, los móviles inmóviles que inmovilizan personas, no son el mensaje, son la cárcel de la vergüenza colectiva. Las letras se permiten cierta insolencia cuando nacen de la tinta que reposa en el cargador de la pluma. Mi vieja Underwood me contempla desde un sitio casi de privilegio: “¿Hasta aquí hemos llegado?” Con ella escribí apuntes, trabajos varios, poemas, guiones… Con el Mac, ella y la Olympia pasaron a segunda actividad.

Nací con la televisión, no puedo despreciarla. Uno de mis recuerdos infantiles más bonitos fue una visita a los estudios de TVE en Barcelona, los estudios de Miramar en la montaña de Montjuic, Boliche, Chapinete, Herta Frankel, su perrita, los vieneses. No caben nostalgias, inducen a error y a confundir la ingenuidad de antaño con la porquería de hogaño.

La radio repiquetea sus esencias y a veces es un consuelo, y acompaña. ¿Qué tendría Carlos Vélez que hasta conseguía que Trapiello y Sánchez-Dragó parecieran personas inteligentes? Han pasado muchos años.

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