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Sobre el asesinato de Benazir Bhutto
Bhutto salió de dos mandatos inconclusos como primera ministra con más pena que gloria, acusada de delitos de corrupción. No obstante, su prestigio político se extendió ante la gestión de la dictadura militar, envuelta por la obediencia antiterrorista debida a los Estados Unidos, la actividad islamista radical y una crisis social en aumento con “un 60% de la población viviendo con un euro y medio al día”, según denunció Bhutto. Las movilizaciones de estos sectores se hicieron evidentes durante los últimos tiempos. La importancia estratégica de Pakistán (incluyendo la posesión de armas nucleares en manos de Islamabad, relación con India?) creó preocupación en Washington, que pactó con Musharraf una transición en la que Bhutto jugaría un papel central.
Musharraf se quedaría con la presidencia si previamente renunciaba al uniforme de jefe del ejército. A Bhutto le retirarían las acusaciones de corrupción y, por lo tanto, quedaría con las manos libres para acceder a la jefatura del Gobierno. Contaba con el apoyo de más de la mitad de los ciudadanos, mientras Musharraf recibía el rechazo de casi todos los sectores sociales, menos la institución militar, ese árbitro brutal de los conflictos paquistaníes cuando llegan a límites incontrolables. Bhutto prometía mano dura contra el integrismo islámico. También representaba una esperanza de mejoría económica, fundadas o no, y libertades para millones de personas. Ella proporcionaría la estabilidad que Musharraf ya no estaba en condiciones de ofrecer.
Agobiado por las movilizaciones populares, la agitación política, las operaciones del radicalismo islámico y la necesidad de asegurar su propio futuro, Musharraf decretó el estado de excepción el 3 de noviembre y suspendió la convocatoria electoral. El tiro salió en dirección equivocada. En lugar de estabilidad, provocó más protestas en su contra, la ruptura del pacto por parte de Bhutto, los gestos de desaprobación de Estados Unidos, dificultades financieras. El incombustible Musharraf volvió a cambiar de posición. Restableció de palabra las garantías constitucionales, confirmó las elecciones del 8 de enero (ya sin tiempo para la actividad política electoral), dejó formalmente la jefatura del ejército y recuperó el pacto con Benazir Bhutto. Parecía que la maltrecha hoja de ruta paquistaní volvía a su cauce relativamente democrático cuando asesinan a la dirigente con más peso político en Pakistán.
¿Los autores del asesinato? ¿Al Qaeda u otro grupo radical? ¿Miembros de los servicios secretos del ejército? ¿Otros enemigos políticos de la candidata? ¿El mismo Pervez Musharraf? Apenas cabe afirmar una cosa cierta a esta hora. El dictador no movió un dedo para proteger la vida de Benazir Bhutto, jefa indiscutible de la oposición. Un hecho muy grave si se tiene en cuenta el atentado de octubre y las amenazas de muerte recientes. Parecen probables otras consecuencias. Grandes movilizaciones de protesta, aplazamiento indefinido de las elecciones, huelgas generales o parciales, iniciativas de los musulmanes más radicales aprovechando la crisis política, más poder para el ejército en nombre del orden. Repito lo escrito hace un par de semanas. Musharraf merece caer. O también habrá que tener en cuenta la posibilidad de una guerra civil en uno de las regiones más explosivas de este planeta. Quizás por ese motivo, el Consejo de Seguridad de la ONU está reunido en estos momentos.
Rafael Morales
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