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Boquiabiertos
Se pondera -aunque muchos lo consideran insuficiente dado el nivel del listón que colocaron cuando los socialistas atravesaron una situación similar- el perdón de algunos cargos públicos del Partido Popular que sigue aturdido con su Gürtel, un estigma cuyas consecuencias futuras siguen siendo imprevisibles -queda aún por conocer, ejemplo, lo referido al voluminoso blanqueo de capitales: la pregunta de siempre: ¿el dinero dónde está?-, principalmente en los contextos del comportamiento electoral y de la afección a la misma organización interna del PP, donde es lógico que menudeen las espinas.
Sigue siendo la gran incógnita la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) sobre el Estatut de Catalunya, sin duda uno de los mayores desacuerdos registrados en su tramitación y en su posterior sanción jurídica. Un jeroglífico gigantesco, indescifrable, entre las presiones y las interpretaciones y entre los escenarios imaginables.
La eclosión del liberal Nick Clegg en un debate televisado -dicen que el primero en la democracia más vieja del mundo- ha producido un vuelco en las encuestas que, unido al peculiar sistema electoral británico, echa más pimienta al pote de la consulta popular del próximo 6 de mayo en el Reino Unido, donde todo es posible.
Y en Canarias, otra sinrazón para el entretenimiento: sus señorías estudiarán y debatirán su propio absentismo, acaso la penúltima cabriola de una legislatura en la que ha pasado de todo en el Parlamento. Bueno, menos la moción de censura.
Pero, en fin, con todo eso marcando parte de la actualidad y el interés informativo de la semana, la atención se centra en el apellido de un juez: Garzón, carne de banquillo según todos los indicios para regocijo de algunos, frustración de muchos e incertidumbre generalizada para el mismo sistema judicial. Una historiadora norteamericana dijo en la radio hace unos días que no sabía cómo iba a explicar a sus alumnos que el juez que había decidido investigar desmanes del franquismo era quien ahora iba a ser enjuiciado por sus propios compañeros que discrepaban de la naturaleza de los presuntos delitos en los que Garzón quería profundizar y que a la causa se habían sumado organizaciones ¿políticas? de otro régimen y de otra época que, para más inri, no creen en la democracia. Pero, eso sí, se aprovechan de ella cada vez que pueden. Es lo terrible. Y lo que que la democracia debe tragar.
No tenía competencia objetiva para decidir lo que hizo. Cuando el fiscal de la Audiencia Nacional presentó el recurso correspondiente, el mismo juez se declaró incompetente y cerró el expediente. Pero el “daño” ya estaba hecho y la transgresión puede costarle la carrera. Y ahora se juzga la presunta prevaricación. Es probable que los alumnos de la profesora citada no entiendan nada de nada, sobre todo si las explicaciones dedican un apartado al encaje de bolillos que es el poder judicial de nuestro país y los vericuetos políticos que hay que cruzar para llegar a acuerdos mínimamente satisfactorios. Quedarán boquiabiertos. Como muchos de nosotros.
Aquí nos quedaremos con preocupantes impresiones sobre el funcionamiento del aparato judicial y los factores que lo inspiran, sobre los móviles ideológicos de los jueces y sobre el significado de fondo de esta decisión, por muchas adhesiones públicas que haya favorables a Garzón -situado en la dicotomía héroe o villano- y por mucha perplejidad que se suscite en otros países, en las mismas asociaciones profesionales de la judicatura y en medios internacionales y universitarios. Y eso que la memoria histórica tiene una Ley.
A la espera de los resultados, quede congelada aquella célebre sentencia de un escritor, plasmada cuando ni siquiera estos episodios estaban en fase de gestación: “La derecha española nunca pierde en los tribunales”.
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