Garret Hardin, Al Barlett y una creciente pléyade de estudiosos de los recursos de la Tierra (los estadistas Meadows, Brown; los geólogos Campbell, Deffeyes, Youngquist, etc.), han advertido desde hace años de la insostenibilidad de la cifra actual de población mundial y sus crecimientos. Parten todos ellos de la apreciación de que se ha superado ampliamente la capacidad de carga del planeta y que, por lo tanto, tarde o temprano, la implacable ley de Malthus -que la revolución industrial y energética fósil retrasó un par de siglos, pero no invalidó- podría ejecutarse sobre la población de la Tierra, una población que crece de forma exponencial, y que lo ha hecho de forma paralela a la creciente disponibilidad de energía fósil que ha tenido la humanidad hasta ahora. El problema es que iniciamos el declive energético histórico, a partir del cercano cenit del petróleo, y con él, muy probablemente, el declive poblacional mundial que, de forma caótica o civilizada, tendrá lugar. El asunto de la población es uno de los tabús más importantes de nuestra sociedad. A pesar de que la humanidad ha experimentado en estos últimos dos siglos episodios regionales de hambrunas y decrecimientos locales de población, y que hay ya 850 millones de personas desnutridas, motivado por un despojo brutal de recursos en muchas zonas del planeta, nunca se había enfrentado al reto que supone el estado actual de decrecimiento global en los rendimientos del sistema agroalimentario mundial. Partiendo de la extraordinaria dependencia energética que tiene la alimentación mundial -por cada caloría alimentaria obtenida se emplea hoy, de media, unas diez calorías equivalentes que provienen de la energía fósil-, un sencillo silogismo nos llevaría a concluir que, a falta de alternativas globales y locales que hoy no existen, el decrecimiento en la disponibilidad de energía a nivel global conllevaría un decrecimiento en la disponibilidad de alimentos: menos alimentos para cada vez más población y, además, distribuidos de forma absolutamente desigual. La consecuencia, a falta de otro modelo socioeconómico de decrecimiento en el consumo y reparto más justo de recursos, es un claro descenso de población. No obstante, no sólo es cuestión de redistribución, sino de clara superación de los límites. Se incorporarían al hambre ya existente grupos de población más numerosos. El aserto de Malthus, implacable, no solo se corrobora con el decrecimiento en el rendimiento de las cosechas de la actual revolución verde, sino con la pérdida cada vez mayor de suelo, sobreexplotación de acuíferos y cambio climático, provocadas todos ellos por el uso intensivo de energía fósil. Como advierte Lester Brown, las reservas de grano del mundo están en sus peores momentos desde hace décadas; China ha comenzado de forma creciente a importar alimentos del exterior: ya no puede alimentar a su población; y, para más inri, existe un riesgo cierto de desviación de superficie y cosechas mundiales de grano y otros productos hacia los biocombustibles, para alimentar coches en vez de personas. Estamos a las puertas de una gran crisis alimentaria mundial, paralela a la crisis energética fósil. El mundo no tiene, hoy por hoy, recursos para alimentar a su población como lo hace, si empieza a disminuir el suministro energético y éste afecta al sector agropecuario, más aún con las reglas de comercio mundial, que ya matan de hambre a millones de personas al año. Los tractores no funcionan con paneles solares, ni existen sustitutos a la producción mundial de fertilizantes y pesticidas, como tampoco hay ningún buque del mundo, o sistema de riego que funcione integralmente con otra energía que no sea la fósil. Tampoco hay mucha más tierra: el planeta no es infinito, y estamos agotando y desertificando la tierra fértil. Tenemos que cultivarlo todo, pero ¿todo es suficiente? La cuestión de la superpoblación mundial debería ser asumida por el conjunto de los gobiernos del mundo para promover políticas de control y reducción civilizada y humana de la misma. El experto en energía y alimentación David Pimentel (Universidad de Cornell), junto a multitud de especialistas, además de advertir de esta situación, propone incluso medidas que permitan a la población mundial decrecer a un óptimo de dos mil millones de personas, menos de un tercio de los habitantes del planeta hoy existentes, a lo largo del siglo XXI, al tiempo que hacer de la producción de alimentos una actividad menos dependiente de los combustibles fósiles, y de forma urgente. Malthus no saldría de su asombro en un viaje por Canarias. El Archipiélago es, sin duda alguna, uno de los territorios del mundo -junto a las grandes conurbaciones- más vulnerable al decrecimiento energético.El viejo párroco, cuyas tesis ya visitaran las Islas en épocas no tan lejanas de hambrunas y emigración masiva de los isleños, contemplaría que los canarios se alimentan hoy vía marítima, de forma increíblemente opulenta, como nunca soñaran. Preguntaría probablemente por las cosechas insulares y alguien le contestaría que desde hace años los lugareños no se alimentan de su suelo y que, además, no sólo la producción agrícola interior no crece de forma aritmética sino que está en una crónica vía de extinción, y además están asfaltando el suelo. Sobrecogido, el inglés contemplaría el gran espectáculo de una vulnerable población insular que acude, solícita, a centros comerciales enormes, sólo sustentados con un recurso finito del exterior, en declive irreversible en pocos años, y todo ello milagrosamente importado de medio mundo. Mientras se aleja a su isla natal en una línea de bajo coste, Malthus vería en Canarias la siniestra confirmación de su tesis: un planeta superpoblado, un Archipiélago que ha crecido exponencialmente se enfrenta ya no al crecimiento aritmético de la producción alimentaria sino a su más que probable retroceso, sin haber cuidado sus tierras ni los recursos más elementales para gestionar de forma civilizada este nuevo estadío de declive energético alimentario. “El banquete de Malthus” (Garret Hardin, Viviendo en los límites) simplemente está comenzando. * Presidente de la Asociación Canarias ante la crisis energética Juan Jesús Bermúdez*