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Todos los veranos de mi infancia y adolescencia transcurrieron en Famara. No reconozco la Famara de 2023, ni la de 2015, me duele la suciedad de los lugares en los que recuerdo el dorado del jable. Los meses de verano transcurrían con los pies descalzos en días intensos y noches de estrellas. Sin coches, colillas, ni sucia espuma en la playa de La Caleta. Sin olor a frituras, ni ruido de botellón. Se escuchaba el mar y las gaviotas, se olía el salitre. Se llama solastalgia al dolor que produce reconocer que el lugar donde habitó la felicidad y que se ama, está siendo amenazado.

En el tiempo infinito de las vacaciones escolares había un cierto protocolo cronológico: el inicio con la hoguera de San Juan, la llegada de los veraneantes de otras islas, las verbenas, la excursión a la Fuente del Maramajo, el baño en el Charco de la Abuelita, la tienda de señor Pedro, los puños de gofio de Juana Manrique, las golosinas de Paca, las meriendas en los matos, las noches de bolsas de agua y huevos, los partidos de fútbol en la playa de Famara, la Petra saltando en el muelle, los chiringuitos con bidones y maderas en las fiestas, y el viaje a La Graciosa.

Las noches de bolsas de agua y huevos eran noches de excitación y violencia. Los veraneantes contra los caleteros, los caleteros contra los veraneantes. Nos buscábamos en la oscuridad de un pueblo sin luz eléctrica, y nos lanzábamos bolsas de agua (por ser benevolente con el recuerdo) y huevos. Había una rivalidad patente entre los que vivían todo el año en La Caleta y los que íbamos de veraneo. De mayor, he entendido la invasión que suponía la llegada de “los del puerto” al pueblo. Nuestras madres contrataban a las mujeres del pueblo para trabajar en casa y cuidar de los más pequeños, nuestros padres iban de pesca y a mariscar, por puro disfrute depredador, allá donde los profesionales se buscaban y arriesgaban su vida todo el año, los jóvenes del pueblo veían con distancia la pandilla de “los ricos” y nos tiraban bolsas de agua mezcladas con todo tipo de fluidos o huevos de casa Lala. Era un ejercicio de rivalidad como cauce para liberar la ira y la impotencia generadas por la invasión de su espacio vital, investidos de un derecho que creíamos haber ganado por el mero hecho de tener una casa de veraneo.

El viaje a La Graciosa tiene en mi memoria mucho de epopeya. El “Meryotemi” y el “Punta Peneo” llenos de bolsos, neveras y chiquillos dispuestos a atravesar el río para dormir al raso sin padres ni madres. Tras una semana en Montaña Amarilla, mis ojos marrones parecían verdes, en contraste con una piel expuesta al sol sin piedad día tras día. No recuerdo dormir en casetas, aunque supongo que alguna llevaríamos para guardar los bártulos. Recuerdo la playa tomada por la pandilla. Nada más, nadie más, todo era del color del verano. 

Solíamos ir a Caleta del Sebo a comprar pan muy temprano. En el pueblo nos recibían a pedradas. Nos tiraban piedras para echarnos. Invasores, venidos de Lanzarote sin permiso ni preaviso. Indeseados, no éramos bienvenidos. Los de Tinajo peleaban contra los de Teguise, los de Famara contra los de Pedro Barba, los de La Vega contra los de Titerroy. A pedradas.

No defendimos nuestras islas a pedradas. No les tiramos piedras a los especuladores ni a los traidores, ni siquiera a los cobardes. Nos dejamos comprar el brillo del sol, el dorado del jable y el azul del mar. Apagamos la luz de las estrellas y adquirimos bombillas, mercadeamos con la transparencia de nuestras costas y nos quedamos con la espuma fecal, intercambiamos el olor a salitre por el humo del motor. Levantamos las toallas de la arena de la playa para que pasaran los coches. Nos dejamos avasallar por los mercaderes de la tierra. Entregamos la gestión de lo de todos al más ignorante de la pandilla, al más cínico, al líder del partido. Al más corrupto. No hay nada de épico en la historia reciente de estas islas. 

Ahora alentamos a los que tiran piedras a unos chicos que no tienen nada. Que han salido huyendo del hambre y la pobreza de sus tierras dejando atrás a su familia, sus amigos, sus costumbres, su cultura. Como salimos los canarios ayer. Hoy se nos olvidó la pobreza, nos creemos todos ricos. Somos fuertes con el débil, pero débiles con el poderoso. Valientes con los más vulnerables y vasallos de los crápulas. Liderados por el afán partidista de una campaña electoral cuya mayor aspiración es la de polarizar a la población. En manada nos permitimos el lujo de convocar al linchamiento. Pobre pueblo impotente que no puede integrar al inmigrante. Pobre pueblo ignorante que no conoce su propia historia, ni atisba su futuro. Pobre pueblo, indefenso ante el más vulnerable. Pobre pueblo incapaz que se deja manipular por el más cobarde. No defendimos lo nuestro cuando vinieron con bolsas de dinero, ahora atacamos a los niños cuando vienen con los bolsillos vacíos.

Hace dos meses tuve que llamar a Suso Machín, usó mi nombre para engañar a sus vecinos haciéndoles creer que yo estaba detrás de una denuncia urbanística. Pretender ser el mejor amigo de tus vecinos y hacer respetar la ley en su municipio es como nadar y guardar la ropa. Entrampados, los ciudadanos fueron a pedir explicaciones al alcalde y éste usó mi nombre para justificar su traición. No es la primera vez que ocurre, los valientes de todo color político usan mi nombre para imponer un respeto del que ellos carecen. Cuando le llamé para pedir explicaciones me aduló hasta decir basta y tiró balones fuera. Incapaz de reconocerme que había usado mi nombre en vano. Éste es el líder de un Ayuntamiento que, en vez de asumir su responsabilidad pública e institucional, con sus palabras y acciones, en vez de ser parte de la solución se convierte en parte del problema: el rechazo a menores inmigrantes.

Decía Adam Smith que los primeros delitos en ser perseguidos por la humanidad no fueron los que atacaban a las personas ni a los bienes privados, sino los que ponían en riesgo la comunidad, es decir, la traición y la cobardía.

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