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Socii et Amici Populi Romani

Israel Campos

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La visión que solemos tener de la historia de Roma es la de un imperio que dominó buena parte del mundo conocido en la Antigüedad por la fuerza de sus legiones y estableciendo una especie de homogeneidad latina en todos los rincones donde su poder alcanzaba. Nada más lejos de la realidad. Ni el proceso de conquistas territoriales fue resultado exclusivo de victorias militares, ni el imperio romano se caracterizó por la imposición de una única lengua, una única cultura, unas únicas costumbres y hasta muy tarde una única religión. Dentro de las fronteras del imperio se hablaba el griego, el arameo, el copto egipcio y otras múltiples lenguas locales (íbero, celta, púnico, amazigh, tracio, hebreo, euskera, etc.) conviviendo con el latín que actuaba como lengua oficial y administrativa, pero no siempre exclusiva.

Desde el primer momento en que Roma empezó a crecer fuera de sus murallas estableció acuerdos y alianzas con sus vecinos; en muchos casos, como resultado de victorias militares en las que se habían enfrentado por el control de un territorio o unos recursos económicos. Pero en la mayoría de las veces, los romanos fueron mucho más proclives a consolidar la convivencia con sus vecinos no por medio de la imposición militar, sino estableciendo tratados bilaterales.

No quiero decir que la brutalidad de la construcción del imperio por medio de la siempre capacidad disuasoria de las temidas legiones romanas no estuviera presente; pero sí conviene poner en su justo valor la importancia que los políticos romanos dieron persistentemente a la necesidad de definir la integración territorial, dejando claros los mutuos beneficios que ambas partes podían obtener de esta relación. Dos términos son los que se usaron desde un primer momento para definir el estatus de los demás territorios bajo su control: amicia y societas. Tanto si la relación que se había creado era el resultado de un enfrentamiento militar previo o de un entendimiento pacífico, el Senado romano establecía un acuerdo que dejaba claramente definidos los términos en los que a partir de ese momento se iba a producir la prestación mutua de servicios entre ambas partes.

La amicia venía a describir una libre asociación en la que tanto ciudades independientes (como podía ser el caso de la mayoría de las antiguas colonias griegas presentes en el sur de Italia – lo que los griegos denominaban su “Magna Grecia”) como reinos con cierta tradición, acordaban un tratado de reconocimiento de la autoridad de Roma para los asuntos más importantes (política exterior, declaraciones de guerra, recaudación de impuestos), pero que les consentía mantener un amplio grado de autonomía y no les obligaba a participar de forma activa en las campañas militares de Roma.

En principio, esta colaboración permitía su revisión periódica en función del cumplimiento de las obligaciones y la mutua satisfacción de las partes. La societas describía un tipo de asociación más firme y duradera, en la que los socios se implicaban de forma directa en los asuntos cotidianos y Roma podía intervenir más claramente en la política interna de estos territorios. Lo más significativo de esta categoría es que estos aliados debían aportar tropas auxiliares a las legiones romanas, pero de igual manera también se beneficiaban del botín obtenido en las campañas.

La interpretación que se ha hecho de ambos términos es que durante la república romana describían de forma general formas de colaboración entre territorios y no de subyugación (para los sometidos por las armas y declarados vencidos, los romanos utilizaban el término “dediticios”, obligados al pago de impuestos directos). Solo cuando Roma empezó a practicar una política expansiva abiertamente imperialista, las condiciones de equidad o correspondencia entre estos tratados se fue diluyendo. Y fue en ese contexto en el que Roma tuvo que hacer frente por primera vez a tensiones territoriales internas de carácter rupturista.

Desde finales del siglo II a.C., los socios itálicos, es decir los territorios de la península itálica vinculados a Roma en calidad de socii, habían ido reivindicando una revisión de las condiciones en las que se definía su participación en la marcha de la política romana. Habían sido un pilar fundamental para la vertebración del control romano sobre toda Italia, pero desde que se había producido la expansión mediterránea, percibían que participaban de los costos y no de los beneficios. Fue la cerrazón del Senado y de la clase política romana a considerar ninguna de las demandas que se les planteaba desde los territorios aliados lo que llevó a que finalmente estallara un conflicto que, inevitablemente, acabó en guerra abierta.

La denominada como “Guerra Social” o “Guerra de los Socios”, dividió Italia entre los años 91 al 88 a.C. y a punto estuvo de llevarse por delante el proyecto que ya estaba en marcha. Aunque finalmente las legiones romanas impusieron la fuerza de sus espadas, el Senado tuvo que flexibilizar su postura y aceptar la mayoría de las demandas que estaban en el origen del conflicto.

La capacidad que muestren los líderes políticos de un estado para ser capaces de encontrar fórmulas que faciliten la convivencia de los pueblos y territorios que lo conforman, define su calidad como gestores y su correcta lectura de los momentos y las demandas puntuales. Ni Roma fue monolítica siempre, ni el modelo de integración de Socii et Amici Populi Romani se mantuvo todo el tiempo.

Lo que la historia de Roma nos enseña es que según fueran las circunstancias y las realidades de cada momento, sus líderes buscaron, con mejor o peor acierto, el mecanismo de integración territorial que sirviera para garantizar la cohesión. Y como hemos visto, no fue siempre la razón de la fuerza física, sino la habilidad para establecer acuerdos y tratados lo que permitió a Roma ser más que una simple ciudad en el centro de la península itálica.

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