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Sagunti ruinae nostris capitibus incident

'Último día de Sagunto' de Francisco Domínguez Marques.

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La historia antigua nos ha transmitido una enorme cantidad de episodios bélicos en los que una potencia militar sometía al asedio y destrucción de poblaciones sin capacidad de defenderse, al menos en igualdad de condiciones. Los relatos de las fuentes escritas suelen coincidir en la situación de angustia a la son sometidos los hombres, mujeres, niños y ancianos que ven transformada su cotidianeidad por el asedio al que les somete la presencia de un ejército amenazador a las puertas de sus murallas. Tanto si han participado en las causas que llevaron a esa situación, como si son simplemente un eslabón más en una cadena de agresiones, la población civil siempre se ha encontrado expuesta a la injusticia inherente a toda contienda. En muchas ocasiones, el sitio se prolonga por meses, abocando esta agonía a una experiencia de miedo, dolor, muerte, incertidumbre, hambre y desesperación. La posibilidad de escapar se ve limitada por la voluntad del agresor de someter al exterminio a los sitiados y, a pesar de que puedan camuflar sus intenciones de buena voluntad, las consecuencias se van percibiendo en el día a día: desolación y destrucción.

Algunos sucesos narrados por las autores clásicos llegaron a impactar de forma relevante en la historia. En los albores del segundo gran enfrentamiento entre cartagineses y romanos, Sagunto, una ciudad situada a el levante de la península ibérica, se convirtió en el símbolo de lo que puede suceder cuando un pueblo es atacado y, a pesar de sus peticiones de auxilio, se le abandona a su suerte. En el año 219 a.C., después de llevar el ejército cartaginés varios años conquistando territorios del sureste peninsular, alcanzaron el territorio saguntino. La argumentación que dio en ese momento su general Aníbal era que desde esta ciudad se atacaba a sus aliados en la zona. Por tanto, quedaba plenamente justificado el ataque y sometimiento a estos que se atrevían a cuestionar el dominio que Cartago estaba ejerciendo sobre Iberia. Durante ocho meses la ciudad fue sitiada para ser sometida por el hambre y el hostigamiento. Sin embargo, lo que sucedía en Sagunto no quedó ajeno al conocimiento general. Desde la ciudad pudieron enviar embajadores a quien en ese momento era el árbitro internacional: Roma y su senado. Allí nos cuentan las fuentes cómo los saguntinos solicitaron la ayuda de los romanos, pidiéndoles que hicieran cumplir a Cartago los tratados firmados en los que Roma había impuesto ciertos límites a la expansión púnica por la península ibérica (el famoso tratado del Ebro y toda la polémica que ha girado en torno a él). En un ejemplo más de cómo la diplomacia es papel mojado cuando no afecta directamente a los intereses de los poderosos, Sagunto fue dejada a su suerte, a pesar de que se les “acompañó” en su sufrimiento y se pidió a los cartagineses que acudieran también a las autoridades para resolver sus disputas.

Es en esto contexto cuando llama la atención cómo dentro del propio senado cartaginés llegó a producirse el debate. Había sectores que se sintieron alarmados del excesivo belicismo que estaba desarrollando Aníbal y su facción. Alertados de la deriva de futuros enfrentamientos que esto podría suponer, prefigurando un posible nuevo choque con Roma, cosa que finalmente sucedió con el estallido de la Segunda Guerra Púnica. En la narración que Tito Livio nos ofrece de lo que pudo escucharse en aquellos momentos, llama la atención el argumentario destructivo que sirvió para justificar el ataque contra Sagunto. Si bien están en consonancia con la voluntad romana de transferir toda la responsabilidad del conflicto a los púnicos, no deja de ser relevante cómo queda reflejada la inevitabilidad de la destrucción vinculada a la guerra. Livio (Ab urbe condita, XXI, 10) pone en boca de uno de los partidarios del ataque la siguiente frase: “Sagunti ruinae nostris capitibus incident” (las ruinas de Sagunto caerán sobre nuestras cabezas). En lo que parece ser una aceptación de lo que va a suceder con el asedio, también podemos encontrar una prefiguración de lo que vendrá a continuación. La responsabilidad de Cartago en la destrucción de Sagunto, acontecimiento que será narrado por los autores como un episodio dantesco de agonía y muerte, será el argumento utilizado posteriormente por Roma para iniciar la nueva contienda. 

Desde hace ocho meses, asistimos a un episodio de asedio y destrucción del territorio de Gaza por parte del estado de Israel, en lo que inicialmente se justificó como la respuesta a un ataque directo. Si bien el conflicto es mucho más que el ataque de Hamás del 7 de octubre, la respuesta israelí ha sobrepasado cualquier posible marco jurídico o legal de proporcionalidad, más allá de que los objetivos tampoco parecen quedar ya enmarcados en la legítima defensa. Asistimos, sin embargo, desde el resto del mundo a una situación que tantas veces ha sucedido a lo largo de la historia. La gran diferencia hoy en día es que existen organismos y capacidades suficientes para poder obligar al agresor a que cese en su ataque. Son otros los intereses los que definen las voluntades, en el constante juego de equilibrios que definen la política internacional. 

Las ruinas de Gaza caerán sobre las cabezas de los israelíes, no porque esto pueda suponer el estallido posterior de un conflicto a gran escala. Lo hará, principalmente, porque estas ruinas y estas muertes, no servirán para conseguir una supuesta paz en el territorio. La destrucción del territorio donde han estado malviviendo tantos millones de palestinos no puede ofrecer a Israel la tranquilidad de eliminar un problema que no tiene una solución única. El sufrimiento de la población de Sagunto no quedó en el olvido de la Historia. Su experiencia, repetida en tantas otras poblaciones del mundo, ha sido un ejemplo para entender que la violencia indiscriminada lejos de traer la paz, solo es generadora de nuevos y eternos conflictos.

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