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Espacio de opinión de Canarias Ahora

El último grito de la humanidad

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Escribir sobre los acontecimientos de los últimos 30 días ¡es como si uno tuviera que enfrentarse al abismo del mismísimo infierno! E inevitablemente significa ver la descripción de la caída del canon humano de valores como tal. Sencillamente porque uno debe llegar a la estremecedora comprensión de que las palabras, por su propia naturaleza, son simplemente una cadena interminable de letras. Que las formulaciones nunca significaron realmente otra cosa que la mera redacción que la tinta dejó para la posteridad en un papel rasposo. Casi ninguna hazaña heroica comienza con su descripción teórica; casi ningún valor adquiere perfil simplemente porque las frases de los textos jurídicos lo definen de forma “omnicomprensiva”. Para ser convincentes, ambas cosas deben sentirse con sinceridad, realizadas desde un corazón palpitante y con una mente clara e imparcial. Pero fue precisamente esta fortaleza de espíritu la que dio paso a las diatribas alimentadas por el odio entre las muchas voces que pretendían comentar esta guerra. Hasta que, entre la propaganda y la retórica, rodeados de polémica y de ideología manipuladora, el fracaso de los valores se hizo cada vez más evidente. La humanidad desapareció y fue sustituida por un fracaso del sentido común. Este texto fue escrito en un intento de explicar este dramático fracaso de las convicciones. No como un tratado científico o histórico, pues otros fueron mucho más capaces de ello, sino como una especie de observación personal con el telón de fondo de una catástrofe provocada por el hombre. 

1. Solidaridad incondicional. 

Pocos acontecimientos de los últimos años han tenido un efecto tan traumático como la masacre de Hamás del 7 de octubre de 2023. El asesinato de 1.200 personas en suelo israelí estaba destinado a provocar una oleada de emociones humanas. Los actos fueron demasiado crueles, demasiado inimaginables como para no  establecer inevitablemente comparaciones con la destrucción sin precedentes de la vida judía bajo el nacionalsocialismo. Sacudidos hasta la médula, permanecimos allí, velas en mano, y recordamos a los que habían sido asesinados, secuestrados o, de repente, simplemente desaparecidos. La solidaridad incondicional con Israel no era una elección, sino que nos parecía una cuestión de rutina. Al fin y al cabo, la definición de humanidad nos obligaba a ello.  

Pero mientras en nuestras manos centelleaban aún las llamas que representaban la unidad en la empatía, sobre el cielo de Gaza se acumulaban negras nubes que con sus descargas desestabilizaron para siempre el sistema de valores de nuestro mundo 

Llegados a este punto, cabe preguntarse si ha sido correcto hablar a la ligera de solidaridad incondicional. Porque nos parecía lo natural y lo propio. Sin embargo, se ha demostrado que fue un error irreversible. Sin embargo, las consecuencias fueron reconocibles desde el principio.  

La solidaridad incondicional es absoluta.  

No conoce diferenciación alguna, es ciega y sorda, y por ello, se pone a sí misma unos grilletes que la convierten en la esclava sin voluntad de todos aquellos a los que se entrega imprudentemente como si fuera un regalo. 

Y esto la hace unilateral desde un principio. Precisamente porque la incondicionalidad no se cuestiona, sino que debe aceptar sin opinión propia, y por devastadoras que sean, todas las consecuencias de su actitud coherente.  

Y por esta razón, entraña el potencial destructivo que tarde o temprano conduce a la división de la sociedad. Porque en el momento en que la solidaridad se eleva a la categoría de “Razón de Estado”, se crea un  desequilibrio que marginará a todos aquellos que no estén incluidos en su definición.  

Desde ese momento, todos y cada uno de los valores, los principios de nuestra sociedad, universales y universalmente válidos, degeneran inevitablemente en un privilegio para unos pocos en lugar de seguir aplicándose por igual a todos. 

Y probablemente de eso se trataba realmente este momento tan decisivo. Demostrar, al menos por una vez,  que aquello en lo que creemos sigue siendo incorruptible e imperecedero. Sin importar la magnitud del  terremoto que sacudió hasta en sus profundos cimientos nuestra visión del mundo. 

2.La confianza se desvanece

Apenas ha escapado por primera vez el estridente grito de indignación de las gargantas sobresaltadas, el continente hipócrita se vuelve de nuevo hacia sus propias rutinas, en la ingenua suposición de que puede  bastar debatir los valores en voz alta en lugar de defender siempre y con firmeza todos y cada uno de ellos,  especialmente en momentos cruciales.  

En su lugar, ni una sola persona con poder de decisión se atreve a oponerse al principio devastador de la “solidaridad incondicional”.  

Porque al parecer, es muy grande el miedo a la resistencia de los otros, así como grandes podrían ser las consecuencias para la propia carrera, o reputación.  

Por ello, se inventan mil explicaciones para hacer desaparecer esta inercia asesina tras un heroico velo de determinación.  

En estos días está cayendo la misericordia a la vista de todos; toda forma de humanidad está muriendo en medio de una tormenta desatada y todo lo que antes era la sacralización de la dignidad se ahoga ahora en la sangre de la inocencia.  

La realidad arranca el velo que pende ante los ojos del soñador, los abismos del alma humana encienden un fuego infernal que hace arder para siempre la doctrina del pasado, y los acontecimientos de la guerra revelan que la dignidad de la vida nunca fue importante para nadie.  

Descripción de la barbarie 

Cuerpos amordazados tendidos en el suelo en algún lugar, gimiendo. Cables blancos atándoles las manos a la espalda. Cada cuerpo, roto, doblado, desnudo, con los pies al aire, mientras las suelas de botas con dueños anónimos desfiguran sus rostros. ¿Cómo puede la mente comprender lo que los ojos sin filtros están obligados a ver? ¿Qué palabras pueden escapar a un torturado corazón que tantos años ha luchado para no dejarse alcanzar por la verdad? 

Europa calla, la humanidad fracasa y Occidente da rienda suelta a los torturadores. 

Sin duda, los acontecimientos del 7 de octubre habían sacudido al virtuoso continente, facilitándole así el poder mostrar compasión sin problemas. No había nada en este sentimiento que fuera cuestionable, dudoso o incluso peligroso. Pero era la última vez que alguien podía aferrarse a la anticuada noción del bien y del mal, en la errónea suposición de saber de qué lado estaba siempre el bien. 

Sin embargo, tres semanas más tarde, la tormenta sigue sin pasar, la tempestad se abate con fuerza sextuplicada sobre todas nuestras mentes y el temblor es tan fuerte desde hace tiempo, que el mismo rostro del mundo se hace añicos, sencillamente porque ya no puede soportar la visión de los ultrajados bajo ninguna  circunstancia. 

Pero Europa permanece en silencio, Europa permanece incondicionalmente solidaria y Europa no critica a los asesinos. ¿Por qué? Esa es la pregunta a la que sólo hay una sola respuesta.  

Y parece tan monstruosa que supera con creces la imaginación de cualquiera.  

Europa no se interesa. Ni por los cada vez más estridente gritos de muerte que emergen de entre los escombros de algún lugar de Gaza ni por los llamamientos desesperados para que al menos recuerde ahora su propio canon de valores. Como mínimo, en un momento en el que la aplicación del derecho internacional vigente pasa cada vez mas a un segundo plano. 

¿Acaso no hay nadie en los gobiernos de este continente que esté dispuesto hacer algo para asistir a todas las  personas afectadas? España se esfuerza por ayudarles en la misma medida que intenta recordar al gobierno en términos inequívocos que no olvide precisamente ahora, la quintaesencia de lo que se ha establecido como  “identidad de Europa” en los últimos años. 

Sin embargo, la voz de la conciencia se desvanece en el estruendo de monótonos eslóganes. Austria vota en contra de la resolución de la ONU, Alemania se abstiene de tomar posición y todos los demás  se encuentran en un acto de equilibrio que no les permite ceder sin reservas a los impulsos de la humanidad.  

¿Cuál es el problema? 

Probablemente, el miedo al terror islámico se ha arraigado demasiado en la conciencia de este mimado continente como para mover ahora un dedo en favor de los musulmanes. ¿No son ellos el verdadero peligro, la única razón de todo este malestar? La gente quiere creerlo y estilizar a todo un grupo cultural como la mayor amenaza para el Occidente civilizado, sin tener en cuenta que es por su propia inacción por lo que hace tiempo que los valores han quedado sepultados estrangulados entre los escombros de toda una ciudad. 

Las últimas palabras de súplica en los labios resecos de mujeres y niños no pueden suavizar el doble rasero de Occidente. Ningún grito desesperado de misericordia puede llegar al corazón de los gobiernos en medio de esta tormenta de violencia humana. Ya no queda nada en lo que una vez se fundamentó el orgullo de esta  sociedad. Porque el engaño hace tiempo que se ha convertido en un hecho absoluto. Porque es obvio que era ilusorio creer que la mente había logrado diseñar leyes capaces de diferenciar entre la culpabilidad y la  inocencia. Porqué en realidad, ¿Quién las acata? ¿A quién le importan los párrafos curvados con sus  cuidadosas y elocuentes formulaciones? A nadie. A ninguno, a ninguna, ni a uno solo. Porque lo que está  ocurriendo ante nuestros ojos no es ni más ni menos que la ejecución de los inocentes, el sacrificio de los no  implicados y la matanza de la civilización.  

¿Es de extrañar que, entre tanta sangre y lágrimas, la fe en la superioridad de la humanidad también se desvanezca? En realidad, no es más que la creencia en la integridad moral de un mundo que se demuestra  incapaz de nombrar una injusticia como tal, en medio de una campaña de venganza que no rehúye destruir para siempre a toda una población.  

¿Qué es esto sino la pérdida irremediable de vidas humanas, obligadas a asumir la responsabilidad de algo de lo que nunca fueron culpables, sólo porque sus rostros se parecen a los de quienes realmente tienen sangre en  los dedos?  

¿Es ésta la justicia que una vez llamamos el mayor logro de la propia humanidad? ¿Una fachada vacía? ¿Un espacio hueco? ¿Y el eco de una promesa abandonada? Inaceptable, aterrador y ciertamente intolerable. 

3. La humanidad es traicionada. 

La opinión pública es por naturaleza como un volcán inactivo. Aguanta mucho, puede dejar pasar las cosas en silencio y rara vez es objetiva o tan siquiera racional en su sentir. Incluso en el momento en que se subleva y alza la voz para entregarse con fervor a una causa, es difícil aunar realmente las numerosas opiniones existentes bajo una narrativa común. En efecto, los puntos de vista son a menudo demasiado diferentes y contradictorios. Sin embargo, cualquiera que se atreva a negar al público cualquier forma de  juicio está cometiendo exactamente el mismo error que en algún momento de cada siglo han cometido los  gobiernos. ¿Acaso las mayores revoluciones y convulsiones sociales no se han producido porque los políticos no se tomaron en serio ni por un momento los sentimientos de las masas anónimas?  

Puede que la sangre en las venas de la mayoría sea lenta, pero es y sigue siendo un poder que no debe pasarse por alto bajo ninguna circunstancia. De lo contrario, el estallido será demasiado violento, las consecuencias, de las que la negligencia arrogante sería responsable en última instancia, demasiado incalculables.  

Porque el hombre es mayor de edad, y nace en todas partes en la igualdad de dignidad y de derechos y no dudará en defenderse resueltamente contra cualquier dictado injustificado si no se corresponde en modo alguno con él o con su concepción de la justicia. Y así es como ocurre lo que en última instancia no debe ocurrir.  

Al negarse el Estado a reconocer el sufrimiento humano, incluso al resistirse a nombrar como tales a los asesinados, sus dirigentes pierden el apoyo de la población, que hace tiempo que ha empezado a formarse su propia opinión. Los focos de la opinión pública se centran en un escenario de guerra documentado de forma más clara y drástica que nunca. 

Por primera vez se revela a la mirada horrorizada el alcance total de una situación en Oriente Próximo que  hace tiempo que se ha vuelto intolerable y probablemente sólo ahora la mayoría se da cuenta de que tras los muros de hormigón y las alambradas de espino hay todo un pueblo que sólo ha escuchado el sonido de las leyes de la humanidad, pero que nunca las ha visto cumplidas. 

Esta toma de conciencia arde cada vez con mayor contundencia en las atormentadas conciencias de los antes  tan ingenuos. Si hay personas que no tienen derechos, es probablemente sólo porque alguien se los ha arrebatado; si la prosperidad florece a un lado de la valla y al otro la gente tiene que vegetar en lugar de que se le permita “vivir”, entonces debe haber alguien que aparentemente ha promovido esta injusticia. 

¿No es nuestra responsabilidad, en última instancia, empezar por fin a alzar la voz por aquellos que han sido ignorados durante décadas? ¿No tenemos que defender a los más débiles porque al final los poderosos nunca  lo hacen?  

Probablemente, pocas veces el corazón humano ha dado a conocer su opinión con mayor claridad y, de  hecho, nunca ha hecho una súplica más impresionante y desinteresada en nombre de otro. Es como si el volcán estuviera a punto de despertar. Porque el resentimiento ha dado paso a un grito y ha arrancado violentamente al pueblo dormido de su ilusorio y hermoso sueño. En el momento en que la calle se fuerza a abrir sus aún somnolientos ojos a la realidad, empieza a pensar por sí misma a su manera, a emitir juicios independientes, a lanzar advertencias claras y a observar los acontecimientos con mayor atención.  

La incipiente ofensiva del ejército israelí golpea como un rayo en este tumulto de creciente agitación, asestando el golpe definitivo a la creencia en la justicia.  

Porque el público ya no puede dejarse influir por ninguna narrativa que no se oponga vehementemente a la destrucción de miles de vidas, sino que sólo desee comentar cínicamente el sufrimiento y la agonía.  

“El derecho de Israel a defenderse es absoluto”. ¿No se ha desvanecido hace tiempo la voluntad de excusar la  desproporcionalidad de todos los actos con esta única frase que simplemente acepta el asesinato e incluso lo  protege en lugar de rechazarlo?  

Todo el mundo ve como sus semejantes buscan entre los escombros, con sus manos desnudas al amor de su vida, se conmueve el padre por el padre, cuyo hijo ha sido destrozado hasta quedar irreconocible por esta vendetta, y llora con la hija, que no entiende por qué los ojos de su madre se fijan en ella de forma tan extraña. Nadie está dispuesto a seguir cerrando los ojos ante esta injusticia.  

El coro polifónico se une en un llamamiento que no deja lugar a dudas sobre el deseo de millones de personas: 

“Fin a los excesos de la violencia. ¡Ya!”. Sólo los responsables de las sedes de algunos gobiernos de Europa se niegan una vez más a escuchar la voluntad y el estado de ánimo de sus respectivas poblaciones. No se emite ninguna sanción, no se da ningún paso decidido, con determinación.  

Sólo los lamentos son reescritos por manos letárgicas en las mismas viejas declaraciones.  

¿No se conseguiría ahora mismo mucho más con una palabra enérgica que con este tropiezo indigno e indeciso con el que Europa intenta esconderse de la opresiva carga de la responsabilidad? ¿No sería más deseable y comprensible adoptar una postura erguida que perderse entre las prudentes cavilaciones que aún no han salvado ninguna vida y parecen muy alejadas del gesto convincente que podría conseguir poner fin a esta locura?  

Con qué dureza condenó Ursula von der Leyen el ataque de Rusia a Ucrania, y qué poco piensa ahora en las decenas de miles de civiles muertos en Palestina. Con qué claridad declararon todos entonces su apoyo a los valores de la dignidad y la vida, y con qué desinterés y falta de empatía se menciona ahora una existencia extinguida simplemente como un número anónimo.  

Pero precisamente porque la diferencia es tan evidente, se abre un abismo entre los que deciden y sobre quienes se decide, que socavará los cimientos del canon de valores y devorará la fe en la institución de la humanidad.  

Los esfuerzos de los supuestamente poderosos por encontrar una solución a este conflicto, que sigue destruyendo vidas, son demasiado lentos y engorrosos. La sangre hirviendo ve todo y no perdona.  

Europa ha sembrado el viento y ahora empieza a recoger poco a poco la tempestad. Porque esto no es una  guerra por la tierra y el honor, una lucha por las ideologías y en absoluto una lucha igualitaria. Se trata de un genocidio. La aniquilación de un pueblo. Y demasiados gobiernos están involucrados de un modo u otro para que esto no sea más que una conflagración mundial. 

4. Infinito número de nombres. 

Quizás la gente un día se pregunte qué ocurrió realmente. Quizás intente comprender “de qué” murió la humanidad. Porque un día la guerra habrá terminado. Un día el humo se disipará. Pero, ¿qué quedará  entonces? ¿Cómo afrontará el mundo el legado que ha dejado esta catástrofe? ¿Recordarán a los muertos cada año cuando la única respuesta que se reciba sea el eco de las innumerables vidas sacrificadas por el  supuesto derecho a la defensa.? 

La verdad es cruel. Precisamente porque no conoce la consideración. Y ante el juicio de la historia, se nombrará a los culpables. A todos y cada uno de ellos. Hasta que la culpa los ponga de rodillas. Porque dudaron en nombrar el genocidio como tal. Porque si “Nunca más” fue el juramento! ¿Por qué no se aplicó a Gaza; por qué no se aplicó a Palestina?  

Si todos somos libres, si todos nacemos iguales en dignidad y derechos; ¿por qué no aquellos que temerariamente fueron asesinados? ¿Por qué no Osama Abu Safia, de 23 años, Noor, de 6, Remas, de 12,  Taleen, de 12 o Layan, de 10? ¿Por qué no se aplicó este derecho a Hareth Hawajary, de 15 años, o a Yumna,  de 5 meses? ¿Qué justificación había para asesinar a Habeeba Jarada, de 15 años? O a Sayed, que sólo soñaba con representar algún día a su país en las filas de la ONU para que todos lo vieran? 

Todos y cada uno de ellos eran seres humanos; todos y cada uno de ellos eran como nosotros; a todos se les negó la humanidad. Sus sueños eran demasiado insignificantes para que el mundo estuviera dispuesto a decidir a favor del derecho de sus vidas sin ningún compromiso.  

Amén de que les hubiese parecido importante, esforzarse al menos a posteriori, para que sus numerosos  nombres fueran reconocidos.  

¿No se ha alcanzado con esto a la etapa final de la deshumanización y la humillación? 

¿No debería este emocionalmente incomprensible bajo punto de inflexión en la trágica enfermedad del olvidado pueblo de Gaza hacer que el atónito mundo se diera cuenta de lo exclusivas que desde hace tiempo son en realidad las leyes de la humanidad? 

Parece que el público indignado sólo ahora está empezando a darse cuenta del juego indigno de los poderosos con cada palabra, cada frase y cada oración. Hemos visto y oído lo suficiente como para ocultar de  alguna manera nuestra amargura ante este deshonroso tira y afloja.  

Sobre todo porque las últimas cuatro semanas han demostrado con firmeza que ceder y retroceder no puede proteger, ni tan siquiera salvar las vidas de los amenazados. 

La humanidad se encuentra ya en su último, en su más bajo peldaño; los nombres antaño vivos se están convirtiendo ya en un número anónimo que se olvida con demasiada rapidez. No actuar ahora significaría  renunciar a todo, perderlo todo, incluida la humanidad.  

Quizá por eso la mayoría, temblorosa en su orgullo, se está uniendo en las calles de todas las grandes ciudades para instar decididamente a los eternamente tímidos a que cumplan con su deber por una vez.  

Ahora es el momento de tomar una decisión definitiva, quizá incluso de forzarla en el último momento. Al fin y al cabo, los nervios extenuados ya están cansados de la eterna tensión y el orgullo ya no puede comprender este lamento indigno. Sobre todo porque la verdad ya se perfila claramente contra el pálido cielo tormentoso de la historia.  

¿Qué más hay que debatir cuando la sangre ha inscrito en la memoria del mundo la repulsión de todas las atrocidades con una escritura imperecedera?  

¿Por qué malgastar más palabras el Bundestag o el Parlamento, limitándose sólo a hablar de la realidad de que en Gaza sigue muriendo gente? 

Ahora la voz de millones ha despertado de repente, ahora empiezan a darse cuenta de lo que durante décadas se ha descuidado criminalmente

Han hecho falta treinta días para despertar a los dormidos; treinta días para que el atronador relámpago despierte de su arrogante indiferencia a mimados y privilegiados.  

Ahora la voz de millones despierta de repente, ahora empiezan a darse cuenta de lo que durante décadas se descuidó criminalmente. Han hecho falta treinta días para despertar a los dormidos; treinta días para que el  atronador relámpago despierte de su arrogante indiferencia a mimados y privilegiados. 

Quizá sea a la luz de esta fuerza rugiente de la naturaleza como comprendan lo que realmente debe significar la esencia de la humanidad. Que no son las palabras las que garantizan su supervivencia, sino la  determinación de la acción; que no son los adjetivos los que elevan a un ser humano por encima de otro, sino  que la dignidad se confiere a cada individuo y, por tanto, se otorga por igual a todos; y que ningún derecho de  autodefensa podrá jamás trascenderla. Esta es la lección que extraemos, la respuesta que damos y la verdad  ante la que este mundo debe inclinarse. Por ella. Y ante los supervivientes. Porque les hemos dejado  indefensos a merced de la injusticia.

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