Vergüenza colectiva

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Hablar de pobreza es incómodo. De hecho, en la mayoría de las ocasiones el rechazo no se plantea hacia las personas, sino a su condición social de forma que, si en lugar de cayucos arribando en nuestras costas aparecieran lujosos yates, pondríamos alfombra y banda de música como si de la llegada de Míster Marshall se tratara. Pero para no caer en la demagogia, hablemos de las heridas internas en materia de insuficiencia de rentas de nuestro entorno y, para empezar, nada mejor que aplicar una definición que deje a las claras las reglas de juego.

Según la Real Academia de la Lengua Española, la pobreza es una cualidad de pobre, relacionada con la falta y la escasez. También se plantea como la dejación voluntaria de todo lo que se posee, y de todo lo que el amor propio puede juzgar necesario, de la cual hacen voto público los religiosos el día de su profesión, así como de la falta de magnanimidad, de gallardía y de nobleza del ánimo. Dentro del vocablo “pobre”, se le define como una persona necesitada, que no tiene lo necesario para vivir o que lo que tiene es insuficiente. También se plantea la posibilidad de ser humilde, de poco valor o entidad. O infeliz, desdichado y triste, corto de ánimo y espíritu. Aunque también se le puede definir como un ser pacífico, quieto y de buen genio e intención.

Ahora bien, estadísticamente hablando, se considera que las personas viven en pobreza cuando no pueden disponer de los recursos materiales, culturales y sociales necesarios para satisfacer sus necesidades básicas y, por tanto, quedan excluidas del territorio en el que habitan. Ahora bien, hay modulaciones entre severidad y moderación. De hecho, la pobreza severa se da en aquellos hogares cuyos ingresos son inferiores al 40 % de la mediana de renta nacional. O, lo que es lo mismo, para 2020, el umbral de renta para considerar que un hogar está en pobreza severa es de 6.417,3€ al año, lo que aglutina a casi el 10% de la población española, teniendo en cuenta que se está midiendo no la pobreza absoluta en sí, sino la relativa respecto al resto. Si aterrizamos el dato a Canarias, la población en pobreza extrema se ha incrementado en un 49% al pasar de las 241 mil personas en 2019 a 373 mil en 2020. O lo que es lo mismo, en 2020 casi el 17% de la población.

Teniendo claro los datos, habrá que hablar de soluciones. Es cierto que un problema complejo no se soluciona con medidas sencillas, pero tampoco se puede mirar para otro lado. En este sentido, hay dos grandes redistribuidores de renta, como son el sistema fiscal y los salarios. El primero carga su recaudación sobre el gasto y no tanto la renta, por lo que el sistema puede avanzar en progresividad. Por el lado del segundo, la negociación colectiva, a la hora de repartir y socializar tanto las pérdidas como las ganancias ha de ser el sello con el que se deban alcanzar los acuerdos donde el empleo debe formar parte de la ecuación teniendo en cuenta que toda inserción laboral debe propiciar una inserción social. También, como no podrá ser de otra manera, está el sistema de protección social para evitar que la vulnerabilidad sea un signo de identidad de la pobreza, huyendo de tópicos proteccionistas y desincentivadores porque la pobreza no es una elección.

De una forma grandilocuente, a modo de política simbólica de intenciones, el objetivo número uno de los objetivos de desarrollo sostenible es poner fin a la pobreza en todas sus formas, siendo el mayor desafío global al que nos enfrentamos. Ahora bien, analizando todas las definiciones, se puede ostentar riqueza material, pero se dispone de una pobreza de bienes intangibles que avergüenza a la colectividad a la que se pertenece.

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