La Antígona de María Zambrano

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Resulta absolutamente inquietante y conmovedor descubrir que muchos de los personajes femeninos que María Zambrano recrea en sus obras son vírgenes intactas, amantes desdichadas con el amor enterrado vivo en la urna de su corazón, un amor “sin despliegue, como un capullo que cerrado muere”. Amantes sin amor que sin embargo viven en el amor puro, pues es amor sin realización, y que no habiendo encontrado lugar en la vida ni tampoco en la muerte quedan así en ese confuso límite entre ambas.

Tomemos como ejemplo ilustrativo el personaje dramático de Antígona que representa la humana criatura inocente y sin mancha, “sujeto puro” de profética soledad que manifiesta la ley nueva y renovadora, “la ley sepultada que ha de ser resucitada por obra de alguien humanamente sin culpa.” Al negarse a obedecer las órdenes de su tío Creonte, rey de Tebas, la hija de Yocasta y Edipo es condenada a ser enterrada viva convirtiéndose en “metáfora ilustrada de la conciencia individual frente al Estado, de los nuevos tiempos frente al pasado”. Por ser fiel a los designios del destino, no llegó a florecer como mujer, pues “no sólo la vida sino las nupcias le fueron sustraídas”, permaneciendo así como doncella que va y viene con el cántaro a la fuente: “fuente en verdad ella misma, pues que de ella se derrama la vida sin dispersarse, en forma trascendente”.

Es así que desde la gruta oscura de su entrañamiento, Antígona va a engendrar la verdad, que solo se hace visible en ciertos momentos de la historia, en otros no se ve y nunca termina de verse: “la verdad es a la que a la que nos arrojan los Dioses cuando nos abandonan. Es el don de su abandono. Una luz que está por encima y más allá y que al caer sobre nosotros, los mortales, nos hiere. Y nos marca para siempre. Aquellos sobre quienes cae la verdad, son como un cordero con el sello de su amo”.

Lo que realmente Antígona alumbra desde su tumba de blanca piedra es la conciencia viviente, la aurora que reitera en cada una de sus apariciones y que aún siendo transitoria, vuelve una y otra vez a renacer: “si se hace ceniza, renace, si se apaga vuelve a encenderse (…) Las tinieblas, las altas tinieblas del sentido, vuelven a hacerla suya sin poder retenerla”. Por medio de su sacrificio, vivificante como todos los de verdad, ella nos va a dejar esa aurora que portaba, claridad profética que rescata la fatalidad en la que anda sumergida la historia, esta historia hecha siempre con sangre: “Por eso no muero, no me puedo morir hasta que no se me de la razón de esta sangre y se vaya la historia, dejando vivir la vida”.

Poco a poco se van perfilando los trazos de nuevos espacios utópicos que se alzan victoriosos sobre toda adversidad permitiendo que el laberinto en el que se haya enredada la historia de los hombres se convierta finalmente en cauce, en camino. Ahora ya solo nos aguarda lo que Walter Benjamín ha denominado “la verdad del mito”, un enigma indescifrable que exige la tarea de un Umweg infinito. En la nueva Jerusalén que prefigura la Antígona de Zambrano ya no habrá conflicto ni guerra entre varones y hembras sino una feliz coincidentia oppositorum, una sabiduría que trasciende los contrarios y que nos devuelve al sueño inicial: “Y ahora, sí, en una tierra nunca vista por nadie, fundaremos la ciudad de los hermanos, la ciudad nueva, donde no habría ni hijos ni padres (…) En ella no hay sacrificio, y el amor, hermana, no está cercado por la muerte. Allí el amor no hay que hacerlo, porque se vive en él, no hay más que amor”.

Verdaderamente el sueño de Antígona fue un sueño de amor, es decir, de conocimiento, de lucidez, que obedece a un imperativo ético pues respetó “la ley de los Dioses más allá de todo interés y proyecto personal” rescatando así a toda su estirpe de la lejana culpa ancestral que venía arrastrando como si de una larga pesadilla del ser se tratase.

Quizá el gran parto del tiempo nuevo consista en elevar al primer plano del saber y de la conciencia esa confianza en la metamorfosis o transfiguración que subyace y sustenta toda gran religión y toda gran poesía. En su solitud Antígona atesoró su amor padeciendo todas las transformaciones necesarias para hacerlo inmortal, imperecedero. Ella misma sufrió todas las conversiones dolorosas y lentas para no apartarse de lo auténticamente mujer o sagrado, para permanecer siempre en ese amor desconocido que no tiene fin. En su extremo padecimiento se deja entrever el misterio del padecer humano, mediante el que se alcanza la verdadera identidad, algo así como una inocencia o pureza recobrada, que una vez descubierta es invulnerable: “noli me tangere”.

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