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“Escribirte es como escribir a mi corazón”

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“No puedo contemplar este suceso como un simple episodio. Es un hondo acontecimiento en mi existencia que me ha conmocionado profundamente, transformando por entero mi forma de pensar y de sentir”.

Si hay algo incuestionable en la azarosa biografía del gran contemplativo norteamericano Thomas Merton (1915-1968) es su perseverante amor a la verdad, amor a lo desconocido. Monje y escritor perteneciente a la misma orden cisterciense responsable de la fundación en 1946 del Monasterio de la Santísima Trinidad de Breña Alta (La Palma), Merton cumpliría precisamente este sábado 109 años, lo que ya de por sí justificaría nuestro propósito de rendirle un hermoso y cálido homenaje desde las Afortunadas. Huérfano desde una temprana edad, su apasionante aventura vital pasa por intrincadas épocas de crisis y desconcierto en su juventud, alternando estudios en Francia, Inglaterra, y EEUU donde obtuvo su licenciatura en la Universidad de Columbia. Su juventud estuvo caracterizada por cierta superficialidad, pero también por una visión trascendental que abrió las puertas de su alma durante un viaje a Roma en 1933. Allí descubriría a Cristo simbolizado en los frescos de las antiguas capillas o en los mosaicos bizantinos de las recónditas iglesias, lo que determinaría, años más tarde, su conversión al catolicismo y su ingreso en 1941 en la Abadía de Nuestra Señora de Getsemaní (Kentucky, USA).

Contemplación y creación se constituirían así en los dos pilares centrales de su estancia en este paradisus claustralis del Mid-West americano: «es precisamente la escritura lo que más me ayuda a ser un solitario y un contemplativo aquí en Getsemaní». Consciente de las limitaciones del lenguaje para expresar las intuiciones más hondas del corazón, supo, no obstante, reconciliar su vocación silenciosa con su ferviente devoción por el secreto de la palabra, y durante veintisiete años se dedicó a redactar, publicar y traducir cincuenta libros y unos trescientos artículos, reseñas y poemas que aparecieron de forma paulatina en diversas revistas. Destacaron, entre ellos, su autobiografía La montaña de los siete círculos o también obras como Nuevas semillas de contemplación, Conjeturas de un espectador culpable, El camino de Chuang Tzu o El Zen y los pájaros del deseo, acompañadas de sus apasionantes diarios, sus ensayos literarios, su inabarcable producción poética o su extensa correspondencia con personalidades del mundo político, religioso e intelectual, entre ellos, el papa Pablo VI, D.T. Suzuki, Ernesto Cardenal, Czeslaw Milosz, Abraham Heschel, Aldous Huxley, Henry Miller o Erich Fromm. Todo lo cual pudo compaginar felizmente con la dirección espiritual y la educación de los novicios mediante la impartición de enriquecedoras charlas sobre poesía, arte, marxismo o sufismo entre otros temas.

La profunda soledad eremítica de la última etapa de su vida se vería, no obstante, iluminada por la súbita e inesperada aparición de una mujer, Margie, enfermera del hospital de Louisville que le atendió durante su convalecencia tras una operación de espalda llevada a cabo el 25 de marzo de 1966, y con la que mantendría una relación sentimental hasta el otoño de ese mismo año. Según el propio autor reconoce sin circunloquios en sus memorias, Margie fue la musa que le inspiró sus mejores piezas líricas, si bien conocerla provocó en el poeta uno los conflictos de identidad más estrepitosos que tuvo que afrontar en su trayectoria monacal, generando de forma simultánea el riesgo inminente de un escándalo público: «no puedo contemplar este suceso como un simple episodio  ̶ escribe. Es un hondo acontecimiento en mi existencia que me ha conmocionado profundamente, transfigurando por entero mi forma de pensar y de sentir, porque reconozco que en ella he encontrado algo que he estado buscando toda mi vida».

Será, sin duda, esta insólita confesión el origen de su libro Dieciocho Poemas, escritos todos ellos en esa misma época y que son manifestación de su naturaleza más íntima, la de enamorado: «escribirte/ es como escribir a mi corazón/ tú eres yo mismo».  Como «la Amada en el Amado transformada» de Cántico Espiritual, o «l’amante ne l’amato si transform (a)» de Petrarca, Merton renace en Margie. Conocerla supuso para él encontrar la respuesta que buscaba a su pregunta existencial: «apareces como un grito salvaje/ nacido de mi propio y misterioso abismo», «es media noche/ y me persigues/ ofreciéndome la verdad que necesito». De este modo, su amada se convierte en un «sol invisible» que alumbra la noche oscura de su alma y le desvela su auténtico ser aún por descubrir: «eres absolutamente sagrada para mí. Te has convertido en un foco de luz inaccesible». Al igual que Proverbio, la sabiduría bíblica, ella surge como una ofrenda esplendorosa que habita en lo más recóndito de su alma y como por encantamiento le ayuda a nacer-se: «Por qué Dios te creó para estar en el centro de mi ser? (…)/ Me despierto consciente de mi razón de ser, que eres tú».

En algunas ocasiones, la dimensión erótica de estas inolvidables composiciones ofrece fisuras elocuentes que insertan la poesía mertoniana en toda una corriente literaria de amor humano-amor divino iniciada con El Cantar de los Cantares en la que más tarde se inspirarían para componer sus versos grandes poetas como San Bernardo de Claraval o San Juan de la Cruz. En ellas, el símbolo de la montaña adquiere claras connotaciones místicas, representando el más alto grado de conocimiento: «Todas las montañas son amor./ Colinas de trigo/ melodías de azucenas./ La muerte no es tan poderosa/ la seda lo es más. La huella/ de tus pechos/ en mi corazón./ En mis entrañas/ se halla tu montaña amorosa/ en lo más profundo de mí/ tu suave llanto». Otras veces, las metáforas náuticas nos sugieren un raro y enigmático viaje sin fin por las aguas del Espíritu mientras el cuerpo de la amada se torna fuente de redención en medio de innumerables tormentas y naufragios: «préstame por amor de Dios/ tu bote salvavidas/ tu cuerpo redentor (…)/ oh pequeño barco solitario/ llévame lejos/ a través del océano del vino/ oh diminuta nave/ acércame a mi niña».

Sin embargo, no todo fue encuentro y armonía entre Margie y Merton. Podemos percibir cómo el poeta arrasa el lenguaje para llevarlo a extremos de máxima tensión: «somos dos mitades deambulando/ en dos mundos errantes» se lamenta, si bien aspira a una unión absoluta y sin fisuras: «si fuera posible fundirnos como los dos versos/ de una canción de amor/ dos acordes sonando al unísono». A pesar de la disonancia profunda entre su ideal de monje y su alma asediada por las contradicciones, entre «lo que pienso que debería ser y lo que soy», la vida le brindó la posibilidad de gozar una maravillosa reciprocidad afectiva, al mismo tiempo que una ocasión para aprender a dar y a recibir. Una tarea pendiente dado que, después de la pérdida de su madre y su relación turbulenta con muchachas durante la adolescencia, no había encontrado el momento propicio para reconciliarse con lo verdaderamente femenino o sagrado. Nuestro poeta amó intensamente y fue intensamente amado, actualizando así su potencial de amor y de entrega, cuya magnitud ignoraba. En uno de sus últimos y más conmovedores diarios nos advierte de forma rotunda: «nada importa excepto el amor y una soledad que no aspire a una total apertura de amor y de libertad no tiene ningún valor».

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