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No sé, no debo, no puedo…

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Vivimos en un entorno donde el cambio es constante, veloz e inevitable. Las tecnologías emergen, las culturas evolucionan, y los paradigmas que ayer parecían sólidos hoy se tambalean. Sin embargo, frente a esta realidad, hay una actitud que permanece sorprendentemente estable: la resistencia al cambio. Esta resistencia, tanto en personas como en instituciones, convirtiéndose en muros invisibles que frenan la innovación, bloquean el aprendizaje y perpetúan la inercia.

Primera capa: “No sé”: La ignorancia, aunque a menudo involuntaria, es el primer freno del cambio. Cuando se verbaliza “no sé”, puede estar reconociendo honestamente una falta de información, pero también puede estar ocultando una falta de interés por aprender. Por su lado, en el contexto institucional, se traduce en estructuras desactualizadas, metodologías obsoletas y líderes desconectados de la realidad social. Pero no saber es el punto de partida de cualquier proceso de transformación, aunque también puede ser un refugio cómodo para evitar enfrentar lo desconocido. Aprender exige esfuerzo, humildad y tiempo, tres recursos que muchas veces no se quieren invertir. Así, muchas organizaciones siguen tomando decisiones basadas en intuiciones, costumbres o jerarquías, en lugar de datos, evidencia o participación. No obstante, peor aún, el “no sé” a menudo viene acompañado del “no me importa saber”. Y ahí comienza el verdadero estancamiento.

Segunda capa: “No debo”: Aquí aparece el miedo porque implica la existencia de una norma, una autoridad o una creencia que prohíbe o desalienta el cambio. Puede ser una regla explícita o implícita, revelando cuánto poder tiene lo establecido, incluso cuando deja de tener sentido. Pero también es una forma de autocensura por miedo a las consecuencias, aunque es importante reconocer que las normas cumplen una función. Pero cuando esas normas se convierten en obstáculos a la evolución, el “no debo” deja de ser prudente y pasa a ser cómplice de la decadencia.

Tercera capa: “No puedo”: Esta frase lleva consigo una carga de impotencia. Quien la dice suele sentirse limitado, incapaz o carente de recursos. A veces, es real, pero otras veces, el “no puedo” es más mental que material. Es una creencia aprendida, reforzada por años de frustración, fracasos o abandono. Incluso se convierte en un lamento habitual ya sea por falta de presupuesto, falta de personal o falta de tiempo. Pero también falta de voluntad para buscar soluciones fuera del camino habitual, convirtiéndose en una excusa funcional que evita la incomodidad de intentar algo nuevo y fallar.

Pero, ¿no será realmente que las tres capas se funden en una cuarta donde se dice realmente “no quiero”? Esta es, quizás, la más honesta y también la más peligrosa de todas. Decir “no quiero” es reconocer que, a pesar de saber, poder y deber, simplemente no hay voluntad. Aquí ya no hay ignorancia ni impedimentos objetivos. Hay una decisión consciente de permanecer en el mismo lugar. Se elige la comodidad por sobre la evolución. Es la resistencia pura. Es el rechazo frontal al cambio, porque resulta incómodo, porque obliga a replantearse la situación, porque implica renunciar a privilegios o asumir riesgos llegando a ser una postura profundamente egoísta, sabiendo que cambiar duele, pero quedarse inmóvil, en el fondo, dolerá más. ¿Y usted? ¿No sabe, no debe, no puede… o no quiere? 

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