Mi vida ha estado ligada al séptimo arte prácticamente desde el principio. Algunos de mis mejores recuerdos tienen que ver, o están relacionados, con una película o con un cine, al igual que mi conocimiento de muchas ciudades se debe a la búsqueda de una determinada sala cinematográfica. Me gusta el cine sin distinción de género, nacionalidad, idioma o formato y NO creo en tautologías, ni verdades absolutas, que, lo único que hacen, es parcelar un arte en beneficio de unos pocos. El resto es cuestión de cada uno, cuando se apagan las luces.
ANARKIAA, EI RAKKAUTTA
Además, cuando los muros se caen y luego no se piensa en un plan de contingencia, las víctimas colaterales son tantas que, ni siquiera el mejor de los contables, es capaz de calcular la cantidad exacta. Al final, cada cual sobrevive como puede, o como le dejan, a imagen de Raja (Elina Vaska), una joven letona de 17 que vive en medio de ninguna parte, compartiendo casa y penurias con su hermano pequeño Robis (Andzejs Lilientals) y su abuela, una anciana mal encarada y enferma que, tras la marcha de la madre de ambos hermanos, asumió un rol para el que ya no estaba preparada.
Su vida está igual de limitada y condicionada que las cobayas que se pasan el tiempo corriendo dentro de una rueda, la cual se encuentra dentro de una jaula bien cerrada. Ninguna de las dos tiene escapatoria ninguna, aunque Raja, a diferencia de la cobaya, puede volcar todas sus frustraciones en quienes se cruzan en su camino, circunstancia que le granjea no pocos problemas en su instituto, pero que la joven logra sortear como la superviviente que es. Ella es, como otros tantos miles, una niña nacida tras la caída del muro, en un país que sigue estando condicionado por la larga y penosa ocupación de la URRS y, salvo unos pocos privilegiados, el resto de sus habitantes aún deben cargar con esa pesada losa. ¿Quién sabe si ese fue el pensamiento que llevó a los padres de la joven a dejarla abandonada, a ella y a su hermano, en medio de un escenario que se antoja desolador, a pesar de las décadas que han transcurrido tras la caída del muro de Berlín?
Ni siquiera sus amigos se quedan en aquella aldea perdida, sino que prefieren buscarse la vida lejos de allí, aunque en la situación no es mucho mejor en ninguna otra parte del país. Sea como fuere, el cálculo probabilístico jugará a favor de Raja y, de la noche a la mañana, verá cómo se le presenta la oportunidad de salir de aquel lugar e, incluso, ir hasta Londres, ciudad en la que reside su madre con su nueva pareja. El problema es que, cuando se cumplen tus sueños, debes estar preparado para ello. Las decisiones y las experiencias a las que deberá hacer frente Raja son difíciles de asimilar, incluso para una persona veinte años mayor que ella.
Mellow Mud (Es esmu seit) dirigida por Renars Vimba es tan pesada de dirigir y asimilar -como el embarrado escenario en el que se desarrolla buena parte del metraje de la película- por lo real, cotidiano y cercano que su temática es para miles de personas en nuestro continente. Raja, Robis y el resto de los personajes que pululan a lo largo de la narración son seres de carne y hueso y, por mucho que nos puedan molestar sus actitudes, violentas, radicales o antisociales en algunos momentos, uno acaba por entenderlas, dado que no creo que nadie sentado en la comodidad de su butuca esté dispuesto a pasar por lo mismo sin rebelarse o, cuanto menos, alzar su voz y protestar.
Mejor le vendría a nuestro viejo y cacareado continente el preocuparse por aquellas generaciones que están creciendo como pueden en los países que debieron soportar la megalomanía soviética y que, una vez que la bandera roja dejó de hondear en el horizonte, se quedaron, literalmente, sin futuro, ni casi diríamos que esperanza. Ya sé que es más fácil discutir por las dietas de los parlamentarios en Bruselas, pero dudo mucho que a Raja, Robis y todos los niños y jóvenes que nacieron tras el telón de acero les importe mucho una cuestión tan baladí como ésa, sobre todo por el escenario que les ha tocado en “suerte”.
Mucho más extraña y anárquica es Wild, película alemana dirigida por Nicolette Krebitz e interpretada por la actriz Lilith Stangenberg de manera casi absoluta. Y digo extrema y anárquica por no calificarla directamente de surrealista ante lo inusual del planteamiento sobre el que se sustenta. Ania (Lilith Stangenberg) es una persona carente de las más mínimas habilidades sociales y sin más relación con la raza humana que aquellos momentos en los que comparte espacio durante las horas laborales y las conversaciones, igualmente disfuncionales que mantiene con su hermana, mucho más sociable, pero igualmente disfuncional, aunque sin llegar a los extremos de los que hace gala Ania.
Sin decirlo, queda claro que su vida bien pudo comenzar en lado de un muro y, cuando éste cayó, ambas, sobre todo Ania, la mayor, se quedó sin un asidero vital sobre el que sustentar su existencia. Éste hecho no es el único nexo de unión entre las protagonistas de esta película y los dos hermanos que aparecen en Mellow Mud. En los dos casos existe la figura de una abuela ausente, aunque, en esta ocasión, su presencia esté mucho más limitada, al estar ésta postrada en la cama de un hospital. Con su desaparición, tanto Ania como Raja podrán dejarse llevar y no tener ningún tipo de freno para buscar aquello que más desean; es decir, algún tipo de compañía.
En el caso de la segunda, sus anhelos se verán colmados cuando se cruza un profesor de idiomas en su vida. Para Ania será el encuentro casual con un lobo el detonante de buena parte de lo que luego veremos en la pantalla. Aquel animal, una criatura salvaje e indómita, representa de una forma muy clara todo aquello que Ania no es, pero que le gustaría ser. Al principio, sólo quiere tomar contacto con el animal y abandonar su patética y baldía existencia. Sin embargo, su primigenio interés se transforma en una obsesión que la inducirá a capturar al lobo y recluirlo en su casa. Esta situación lleva a la película hasta el terreno del surrealismo antes comentado, y a la protagonista a vivir situaciones oníricas cercanas a la bestialidad. No obstante, el interés de la directora es más plasmar la terrible soledad que siente el personaje principal que la atracción sexual que Ania siente por el lobo con el que convive.
Y ahí es donde reside el mensaje de la película, en que seamos testigos de la soledad, indefensión y abandono que Ania sufre tanto por parte de aquellos con los trabaja, como por parte de su hermana, su única familia. Lo más triste del caso es que nadie parece darse cuenta de la situación en la que el personaje principal está atrapado y la llegada del lobo y todo lo que sucede después es solamente una consecuencia extrema, surrealista, puede que ilógica, pero perfectamente plausible, dado el dantesco escenario en el que vive y pulula la chica.
Al final, el espectador termina por entender la atracción que aquella joven siente por un animal que representa una LIBERTAD con mayúsculas que Ania ansía, pero al igual que le ocurría al mitológico Sísifo, le es imposible de alcanzar.
La anarquía, el sinsentido de la raza humana y la incapacidad para vivir en paz y como personas civilizadas son las tres patas sobre las que se sustenta una película danesa -la cual difícilmente se podrá ver fuera del mercado nórdico- pero que, por su validez, debería ser tomada en cuenta por quienes luego programan las parrillas con los estrenos semanales, para mejor o peor prever, todo sea dicho.
A War (Krigen), película danesa dirigida por Tobias Lindholm, pone sobre la mesa el escabroso asunto de tratar de tener ética y defender unos principios que, si bien funcionan en nuestra sociedad civil, difícilmente lo harán en un escenario bélico, más si se tiene en cuenta que el “enemigo” no se guía por los mismos principios que rigen en el mundo occidental.
Y esta última afirmación no está trufada de prejuicios, sino basada en hechos tan incontestables como, por ejemplo, el salvaje y demencial atentado que sufrió Malala Yousafzai, un crimen motivado por la intransigencia de quienes piensan que las mujeres no tienen NINGÚN tipo de derecho, salvo el de la sumisión a la figura masculina. Esos animales que no dudaron en descerrajar tres tiros a una niña de quince años cuando acudía a la escuela son los mismos con los que deberá lidiar el protagonista de la película, Claus Michael Pedersen (Pilou Asbaek), el comandante de un contingente de tropas danesas destacadas en Afganistán que trata de ayudar a la reconstrucción de un país devastado, no solamente por las sucesivas contiendas que se han desarrollado en las últimas décadas. Pedersen es, en el amplio sentido de la palabra, un buen mando, cabal, entregado, preocupado por sus tropas y que, llegado el momento, no duda en ir de patrulla con sus hombres, jugándose la vida a cada paso, más si se tiene en cuenta los millones de minas que aún están diseminadas por aquel país.
Sus reglas del compromiso están claras y en su lista de prioridades está, en primer lugar, defender y salvaguardar a sus hombres y NO dejar a nadie atrás. Pedersen es un padre de familia entregado que, siempre que puede, tratar de mantener el contacto con su mujer María y sus tres hijos, y sabe que el eufemismo tan manido de “las víctimas colaterales” no esconde la tragedia de quienes se ven atrapados en medio de un conflicto bélico y sin posibilidad de escape.
Por lo tanto, todo lo que sucederá después -cuando por querer salvar la vida de uno de sus hombres, y hacer lo correcto- resulta baladí, surrealista y, a ratos, nauseabundo, por culpa de una maquinaria legal, torticera, partidista y que parece olvidar los modos y las maneras de quienes están en el otro lado de la ecuación.
No entraré en valorar si las leyes danesas prefieren que sus soldados regresen en una bolsa de plástico con tal de evitar que los civiles mueran en medio del fuego cruzado, o por culpa de un mando que, en medio de un fuego hostil, con un soldado desangrándose y con el resto del pelotón en peligro, decide solicitar apoyo aéreo ante la imposibilidad de hacer frente a lo que se le está viniendo encima. Eso es algo que deben valorar los ciudadanos de uno de los países más avanzados del mundo, aunque, en esta película, no salgan del todo bien parados.
Sin embargo, apuntalar todo el proceso judicial en unas fotos en donde aparecen víctimas civiles -las cuales, según la acusación, son producto de una mala decisión o del mal juico de Pedersen- y olvidar que los talibanes, como antes hicieran las tropas de Sadam Hussein, gustan de utilizar a los civiles como “escudos humanos” termina por ser esperpéntico. Esta misma circunstancia ahora mismo está en los medios de comunicación mundiales de la mano del Estado Islámico mientras se defiende de los ataques que sufre en Siria.
Claus Michael Pedersen sabe mejor que cualquier de los abogados que lo juzgan lo que es ver a toda una familia brutalmente asesinada, en este caso, por la megalomanía de los talibanes, y el sentimiento de impotencia, la desazón y el cargo de conciencia que ello supone. Bien es cierto que su misión es limitada, pero da la sensación que quienes orquestan toda aquella charada, porque llamarlo juicio me parece demasiado, ignoran qué es lo que ocurre en un escenario bélico. Si, en realidad, los países civilizados no quieren cometer ningún “error” en un escenario bélico, mejor que no acudan, porque, una vez allí, las cosas no funcionan como cuando se juega delante la pantalla de ordenador. La guerra es el mayor sinsentido de cuantos han creado los hombres, y la ética choca contra la imperiosa necesidad de sobrevivir, por muy duras que sean sus consecuencias. Y si un mando, un buen mando, debe elegir entre salvar a sus hombres o preocuparse por quienes se han visto atrapados en medio del fuego cruzado que salpica cualquier contienda, me parece que juicios como los que aparecen en esta película se repetirán a lo largo y ancho del globo sin que la situación cambie, porque una guerra NO tiene lógica, ni ética alguna.
Al final, no hay ni vencedores, ni vencidos, porque perder a un mando como Claus Michael Pedersen es arriesgarse a que su sustituto sí sea de los que presume de lo que no se debe, descuide sus obligaciones y no sólo ponga en peligro la vida de sus hombres, sino la de aquéllos a los que ha ido a proteger.
Si, por una de esas casualidades que se dan gracias al cálculo probabilístico, la película se ve en nuestro país, ya sea en los cines, en alguna plataforma digital, o en el mercado de alquiler y o venta, denle 115 minutos y luego reflexionen sobre lo que Tobias Lindholm cuenta en su película. Inmunes, les aseguro, que no saldrán tras verla.
© Eduardo Serradilla Sanchis, 2016
© 2016 Tasse Film
© 2016 Heimatfilm
© 2016 AZ Celtic Films & Nordisk Film Production
Sobre este blog
Mi vida ha estado ligada al séptimo arte prácticamente desde el principio. Algunos de mis mejores recuerdos tienen que ver, o están relacionados, con una película o con un cine, al igual que mi conocimiento de muchas ciudades se debe a la búsqueda de una determinada sala cinematográfica. Me gusta el cine sin distinción de género, nacionalidad, idioma o formato y NO creo en tautologías, ni verdades absolutas, que, lo único que hacen, es parcelar un arte en beneficio de unos pocos. El resto es cuestión de cada uno, cuando se apagan las luces.