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Dona Summer

Dona Summer

Leandro Betancor Fajardo

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Ignoraba que tuviera el oído tan fino. Nunca había escuchado el tic tac del reloj de mi cocina tan nítidamente. Está justo un piso debajo de mi alcoba y aún con la puerta cerrada lo escuchaba. El silencio es tan grande que alcanzo a oír algo todavía más allá de ese tic tac. Escucho el mecanismo que precede al tic y el que sucede al tac, que es el mismo reempezando, una y otra vez, la misma secuencia. Todo el tiempo. 

Afino un poco más y poniendo cara como de esforzarme, escucho incluso el vuelo rasante de unas moscas sobre el frutero, donde dejé dos plátanos. 

Es tan grande la ausencia de los ruidos habituales de la casa que comienzo a inquietarme por si algo ha pasado ahí afuera. No pasan coches, no se oyen voces, el grifo ya no gotea, el perro no ladra. De repente mis oídos se llenan con el estruendo de una cremallera abriéndose lentamente. No adivinaría si es un pantalón o una chaqueta. O una maleta. Parece como si tuviera unos auriculares con un sonido envolvente que multiplica los decibelios y pasea de un oído a otro todo cuanto se escucha dentro de mi cabeza. 

Empiezo a notar como si alguien me soplara la oreja izquierda. Es un susurro incomprensible. No se a quién pertenece esa voz tan familiar ni lo que me quiere decir hasta que abro el ojo y veo todo en un plano vertical. 

Mis ojos son los que están en plano vertical. Estoy en el suelo. Mi cabeza descansa sobre una toalla que noto húmeda. 

Yo ya avisé que no me gustaban las agujas... pero había que donar. 

Siempre hay que donar, aunque en verano da fatiguita. 

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