Lo fácil, lo previsible y lo difícil

Llegada a Lanzarote de una patera rescatada por Salvamento Marítimo

Juan Manuel Bethencourt

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La crisis provocada por la pandemia de COVID-19 nos remite una y otra vez a una pregunta inquietante: si este mundo se ha convertido en poco tiempo en un lugar muy difícil de gobernar, ¿qué esperanza cabe cuando incluso las cuestiones sencillas se antojan objetivos casi imposibles? Es una de las lecciones que nos deja el coronavirus: lo que parecería fácil es muy difícil y de lo realmente complicado ni hablamos, así que mejor lo dejamos estar. El precio de esta ruinosa ecuación tampoco es barato: supone caer sometidos por los discursos, estos sí, fáciles, que inundan las tribunas de prensa y los mensajes de los gobiernos y los partidos en la oposición. España es un buen ejemplo al respecto: cuanto más cae la cifra de infectados, mayor es el ruido político. Pero tampoco nos libramos en Canarias, donde hay ámbitos de gestión francamente mejorables. La atención a los inmigrantes irregulares es sin duda uno de ellos.

La llegada de africanos en patera o cayuco a las costas de Canarias era un fenómeno en plena expansión en los meses previos al estallido de la pandemia. Y la respuesta de la Administración central, en lo tocante a las Islas, resultó claramente deficiente, tanto en acciones como en discursos, una cuestión primordial en todo asunto sensible, capaz de despertar los demonios internos que anidan en cualquier sociedad. Con la llegada del coronavirus, era evidente que los protocolos de atención se verían alterados, porque el estado de salud de los recién llegados estaba llamado a tomar un papel aún más relevante, sin obviar la necesaria protección para las fuerzas de seguridad y personal sociosanitario que atiende la llegada de inmigrantes. A fin de cuentas estamos hablando de una enfermedad infecciosa que también ha prendido en África, aunque parece que con mucha menor letalidad que en el Primer Mundo, porque la población del continente vecino tiene una edad media más baja que la de Europa y las comunicaciones deficientes en este caso juegan a favor, ralentizando la difusión del virus. De hecho, hay muy pocos casos positivos entre los ocupantes de las pateras, un hecho que nunca debemos cansarnos de señalar, por respeto a la realidad. Nadie que venga de fuera va a contagiarnos, y si lo hace será el pasajero de un avión, pero no el recién llegado en cayuco.

Hay que decir que el panorama, en lo tocante a los países de cuyas costas parten las barquillas en dirección a Canarias, es manejable en términos sanitarios: poco más de 8.000 casos detectados en Marruecos, con doscientos muertos; en Mauritania los positivos no han alcanzado el millar, cifras ligeramente superadas en Mali; en cuanto a Senegal, sus 4.300 casos, con 49 muertos a día de hoy, son unas cifras mucho menos inquietantes que las que podía esperarse en las primeras semanas de la pandemia. Cierto es que los medios para la detección de casos no son tan potentes y fiables como en Europa, y que es pronto para cantar victoria porque el coronavirus es un viajero caprichoso que inició en Asia su vuelta al mundo, hizo una trágica parada en Europa y ahora está azotando las dos Américas. Pero el mismo tiempo es desmostrable que la incidencia del virus en la costa africana cercana a las Islas es mucho más baja que en otras latitudes del continente, como el Golfo de Guinea y Sudáfrica, el país más afectado con diferencia. Es importante subrayar esto, porque priva a los responsables de toda excusa. Esto es así porque cuando la magnitud de los problemas nos supera casi cualquier explicación resulta válida. Es legítimo, aunque insuficiente, argumentar que España no tenía camas de UCI, mascarillas, material de protección ni residencias de mayores medicalizadas para afrontar una pandemia como la que hemos sufrido, porque la salud pública ha sido tradicionalmente el pariente pobre de nuestro sistema sanitario, y esta carencia estructural es probable que se haya llevado la vida de algunos miles de conciudadanos. Pero en el caso de la inmigración que arriba a las costas canarias no se puede hablar de hecho sobrevenido. En todo caso hablaríamos de un problema agravado, porque el cierre del espacio aéreo ha impedido la repatriación rápida de los recién arribados en caso de convenio con su país de origen. Pero esto también se sabía desde primera hora, desde la declaración misma del estado de alarma en España, hace ya casi tres meses.

Por ahora, la Delegación del Gobierno en Canarias guarda silencio, en estricto cumplimiento de las órdenes recibidas. Han sido unos meses durísimos para los cuerpos y fuerzas de Seguridad del Estado y efectivos militares con base en el Archipiélago, que salen del estado de alarma con el deber cumplido y la reputación reforzada por su eficacia en tareas para las quizá no estaban equipados ni preparados, pero que han cumplido de modo intachable. Es posible que, en el fragor de la lucha sobre el terreno contra la pandemia, nadie reparara en que una nave industrial con unas colchonetas no es el espacio digno para atender a unos seres humanos que huyen del infortunio. El magistrado Arcadio Díaz Tejera, autoridad judicial competente en la materia, ha recordado una obviedad como una casa, que todo esto era sabido que iba a ocurrir y que no se tomaron las medidas necesarias para abordarlo. Una sentencia que nos conduce a la reflexión del principio, y que por desgracia nos define como sociedad en los tiempos más difíciles que nos haya tocado vivir: cuando sepamos cómo atender a los subsaharianos que llegan a nuestras costas ya hablamos de Plan Marshall para África, de la nueva globalización y demás frases hechas que solo contribuyen a convertir el debate cívico en un concurso de comentaristas que hablamos para no proponer ni hacer nada.

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