La Llamada

La Llamada. (Leandro Betancor)

Leandro Betancor Fajardo

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La verdad es que las fotos que colgaron en el anuncio no le hacían ninguna justicia a esta casa. Parecía como si en vez querer venderla persuadieran al posible comprador de comprarla. En estos tiempos donde se abusa de las tomas angulares para dar mayor sensación espacial, para hacer más grande algo que no lo es tanto, resulta difícil de entender que esa entrada y ese patio, inmenso, no tuvieran el aspecto de ser algo poco más grande que un trastero. Sus razones tendrán, pensé. 

Pero ahí estábamos Violeta y yo, mordiéndonos la lengua y los carrillos para no dar la impresión de estar emocionados porque lo que parecía era: el hallazgo de un chollo. Aunque sospechábamos que algo de truco tendría que haber. Esta casa, en este barrio, en este estado... ¿y a este precio?. 

La visita continuó por la galería y los cuartos de arriba, ¡dos pisos y azotea!. También un garaje con acceso directo al patio. Tres habitaciones amplias, la principal con baño en suite y un vestidor casi tan grande como el dormitorio, que podría contener los ropajes de todo un coro de ópera y hasta las cortinas del escenario, con esos techos tan altos. 

Las vigas vistas de madera le daban un aire rural a la casa que hacía difícil entender que estuviéramos en el barrio más céntrico de la ciudad. Al igual que ese patio, con un aguacatero tan alto que de sus ramas, en los días de niebla, colgaban sus cuerdas las nubes suicidas que se dejaban derramar tronco abajo. 

Ya estábamos en pleno delirio, construyendo y planificando en nuestras cabezas dónde poner cada mueble, tratando de adivinar la luz de la tarde entrando por aquellos ventanales, pensando en lo que iban a disfrutar los niños en ese patio cuando Ariel, el chico de la inmobiliaria, comentó algo inquietante: “en la entrada misma de la casa, pasado el zaguán, habréis visto un teléfono de pared de los de antes, de esos de marcación por anillos, ¿verdad?. Si pueden vivir aquí sin responder NUNCA cuando suene, esta es vuestra casa.”

Reaccionamos con una mueca de risa nerviosa, mirándolo y mirándonos a la cara, convencidos de que era una broma, desubicada, pero broma. Pero resulta que no lo era. Ese teléfono, nos contó, llevaba allí desde que el último nieto de la propietaria original de la casa, el vendedor de la misma, la abandonó hacía más de cuarenta años. Quizá, pensé, esto tendrá algo que ver con que no se hubiera vendido la propiedad en todo este tiempo.

No habíamos reaccionado del todo cuando éste empezó a sonar. Instintivamente eché mano de mi móvil que, casualmente, tiene el timbre de un teléfono antiguo, pero me di cuenta rápidamente que no era el que sonaba. Incrédulo miré a Violeta y giré la cabeza hacia Ariel también. No lo pensé. Corrí hacia el zaguán y contesté aquella llamada. Sólo escuché algo parecido a una respiración tranquila, interrumpida por lo que parecían los ruidos típicos de una nevera vieja cuando dejas la puerta abierta. Pasados diez segundos alguien empezó a hablar.

Cinco minutos después colgué. Entre lágrimas me dirigí al costado de la escalera y quité la sábana que tapaba una cómoda de madera con tiradores dorados. Abrí la tercera gaveta y saqué la pistola que allí había. Ante la mirada atónita de Violeta apunté al pecho de Ariel y con la voz rota y antes de dispararle le dije que nos quedábamos con la casa. 

Lo tenían todo pensado.

Ariel sobrevivió a aquel disparo y se quedó con Violeta. Violeta consiguió quedarse con la casa. Y yo zafé de la cárcel porque mi abogado alegó locura transitoria, pero de aquí no saldré antes de que mis hijos cumplan los treinta.

No supe ver que mi vida colgaba de un hilo… 

Pero lo que peor llevo es que a él le llamen Papá.

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