El último trago

El último trago.

Leandro Betancor Fajardo

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Caminar sobre un glaciar es algo así como sentirte una mosca en una torta nos dijo Sebas, nuestro guía aquel día en el “Perito Moreno”, el único que avanza en el mundo, todavía, cuando todos retroceden o desaparecen. El clima está cambiando… dicen.

El campo de hielo patagónico es la reserva de agua dulce continental más grande del mundo y uno no se hace una idea de su extensión hasta que ve esa gran mancha blanca derramada en el mapa, como si un gran vaso de leche hubiera caído en esas coordenadas al mirar el atlas.

Aquella misma mañana Martín recibió la llamada de su pareja anunciándole que a partir de aquel momento dejaba de tener tal condición. Le confesó que, aún no teniendo él culpa de nada, simplemente se había enamorado de Gastón, su jefe en la consulta dental donde ella era higienista. Esperó y encontró el valor y la cobardía necesaria para decírselo ni bien habían puesto entre ellos más de dos mil kilómetros, o lo que es lo mismo, unos ciento cuarenta litros de combustible si en ese momento él hubiera querido volver en auto desde su pena en el sur a su desgarro en el norte.

El Negro Pérez”, como lo conocemos todos, es un 10, un tipazo, de esos que cuando conoces sabes que no te lo vas a sacar de tu vida ni en pedo. La noche anterior a la excursión nos había enseñado el tatuaje que se había hecho con la cara de Valentina dentro del escudo de su equipo de toda la vida, “Mis dos pasiones” decía. Por eso anduvo a rastras, crampones incluidos, al día siguiente sobre el glaciar. Su llanto inconsolable preocupaba a nuestro guía pues sus lágrimas ponían en peligro la estabilidad del hielo que pisábamos. “Pará loco, shá fue”. Pero a la mitad del camino, quizá contagiado por la rasca del entorno, su mente calenturienta comenzó a enfriarse y antes de llegar al punto más alto de aquella mole de hielo ya parecía aflojar la pena y asomaba el humor socarrón al que nos tenía acostumbrado. 

Se dijo, nos dijo, que en el fondo ya lo veía venir y que incluso tuvo sus dudas sobre hacerse aquel tatuaje aunque, instintivamente, pidió que se lo hicieran con tinta no indeleble, de la marca “El Arrepentido”, así que, a pesar del huracán de pensamientos que tuvo aquellas horas, resolvió rápidamente que aquel tango había que acabarlo cuanto antes. 

El final de la excursión incluía, casi como algo programado por nosotros, la degustación de un buen whisky escocés on the rocks, con cubitos de hielo formados cientos de años antes en el congelador natural que pisábamos, el mejor final para un día raro. 

Al tercer whisky volvió a la nostalgia. El cuarto le trajo bronca y el quinto se lo quisimos quitar de la mano, amenazándolo con dejarle allí, sólo con su pena… Pero como en los mismos bares que acostumbraba a cerrar en La Plata, Martín insistió en pedir la última copa, con una gruesa lágrima asomando que parecía un orzuelo transparente recogido en su párpado inferior. 

Suerte que aquel tipo, Sebas, tenía mucha calle y con su respuesta no sólo zanjó el tema de la copa sino que volvió a dibujar la sonrisa en la cara de Martín y con ella puesta pudimos, al fin, bajar de la inmensa lengua blanca:

Lo siento pibe, pero no nos queda hielo”.

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