Espacio de opinión de Tenerife Ahora
Estado de ánimo (o la ida)
Escribo sobre una tarjeta de embarque impresa en una máquina abandonada a su suerte. Pide tinta a gritos. No se lee casi nada pero estoy tranquilo porque llevo un cuentahílos en el bolsillo de la chaqueta, vieja aunque muy abrigadita. Cosas del oficio de enseñante.
En la cabina del avión (todo ha salido bien y por eso estoy dentro) hay pasajeros de todos los colores y formas. Siempre pasa así, en especial cuando los aviones van llenos. Es el caso. Las luces ahora se encienden y apagan sin control y más bien parece que nos invitan a una fiesta, a bailar, a brincar... Esto empieza a no tener gracia. El avión no para de moverse para participar en esa suerte de verbena y la broma ya se convierte en algo de muy mal gusto. Cosas del viajero inadaptado.
Curioso, pero no he pegado ojo. Escribo sin conexión con el mundo exterior, que en el interior ahora sí que me he hecho con el control del centro del campo. Mi compañero de fila, el que está codo con codo, es un pibe normal, aunque quizá le falte algo de tacto. Un agüita ligera. De aliento, muy bien, por cierto. Olido lo olido, debo alegrarme. No siempre pasa. Cosas del a cara o cruz.
Los aviones embrutecen. No está en los libros de texto pero les aseguro que embrutecen. De la acompañante del próximo o prójimo no digo nada. Está muy lejos. En los aviones con mucha gente jamás he podido dormir. Se habla en todos los idiomas y el ruido ocasionado es diferente del de un cacharro. Me embrutece. Tampoco soy de pastillas para forzar lo que no es natural. Cosas de la cercanía obligada.
Miro a mi bote de agua Firgas. Está ahí, a mano. Me pongo a pensar en qué voy a aprovechar el tiempo. Escribo sin ganas, obligado a hacerle una finta al cronómetro. Fuera todo es azul, un azul cielo verdadero, el de la altitud más lejana. Abajo quizá ya José Miguel Pérez esté desbarrando de su socio de gobierno. Cogí este avión para alejarme de todo ese mal olor. Pero no fui precavido. En destino quizá la cosa apeste en mayor grado. No tengo escapatoria. Ni pa’lante ni pa’tras. Estoy en el aire. Cosas de la mala elección.
Tomo un trago de agua de mi marca preferida. Miro mis libros y no sé si atender el monólogo de la lectura o la charla bazofia de mis compañeros de aventura aérea. Opto por el libro, que ellos se pasan el rato contando las veces que han subido a los aviones. Son unas cuantas, pero ya no estoy para escuchar conversaciones que planean. Me gusta más ir en picado. Parecen niños. Son como niños. Cosas de la edad de corte.
Ahora me regaño todo. Mucho. No sé. No me reconozco. Bueno, claro que sí. Mi cara de asustado sin afeitar se refleja en el cristal de la tableta. Me muestro perplejo por tanta belleza facial hasta que una mano me saca del lapsus y me invita a tomar la carta analógica con las bebidas y los alimentos. No puedo. Me estoy cuidando. Le digo que gracias. Paro un instante y ya solo recapacito sobre el porqué de esta huida. Sobre la mala elección que quizá he hecho. Cosas del ruido de cacharro.
Es miércoles 5 de octubre de 2016, tempranito y noche cerrada. Tengo un café enfrente. Aún no me he mirado al espejo. No quiero. Semidesnudo leo este ruido de cacharro. Ya siento que he aterrizado en otro sitio. La huida ha merecido la pena. Solo queda el empeño en compañía. Cosas del oficio de periodista.
Nota de dedicatoria: esto es para mis tres chicas. Ellas saben, que todas ya me leen.
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