“La expresión popular pasó a la historia; todo se ha convertido en espectáculo”

Isidro Ortiz Mendoza, en su casa de Chipude, en un momento de la visita

Román Delgado / César Martín

Santa Cruz de Tenerife —

Hemos alcanzado las medianías altas de Chipude tras una buena hartada de curvas desde la Villa (la capital de la isla, San Sebastián de La Gomera) y por el camino más corto, que no por ello deja de convertirse en una experiencia eterna. Llegamos, que somos un grupo, y hacemos lo que teníamos previsto para la primera parte del día (es un lunes de agosto), que resulta cordial, inolvidable, didáctico, vital, gracioso...

Desandamos la senda de llegada a la casa honesta de don Isidro Ortiz Mendoza, el gran maestro del silbo y del tambor (Premio Canarias de Cultura Popular en 2009) de La Gomera (con 85 años), y ya estamos otra vez en el coche. Antes de reiniciar el trayecto para posarnos en El Cercado, pueblo próximo, pues toca ir a por el tambor y las chácaras encargadas desde Tenerife, lo primero que pienso es que el momento disfrutado se quedará para siempre entre mis recuerdos, salvo mandato de la enfermedad o de la muerte.

La casa que buscamos desde la plaza de Chipude, en el municipio de Vallehermoso, es modesta y está poblada de frutales y matas olorosas. También hay un perro noble y sato, y en ella habita don Isidro, que nos invita a pasar desde el patio de la vivienda, un mirador casi perfecto de los hondos barrancos que nacen en la meseta oeste y un punto de visión inmejorable del extenso océano Atlántico.

Hace calor, y será peor al mediodía y por la tarde. Esto seguro. Es agosto y ya estamos en la brega. Se encienden las grabadoras, disparan las cámaras y se graban los vídeos. Pasan los minutos y las horas, y la entrevista aún se mantiene viva. Ya la tenemos y se puede decir que es el fruto del trabajo en equipo, de la acción compartida por un grupo: el formado por César Martín (componente de Socos Dúo), Diego Navarro (compositor y director de orquesta), Dave Watts (músico e integrante de Fun-Da-Mental) y Daniel García (silbador, estudiante y campeón absoluto de silbo gomero, en pareja con Alejandro Lucas, ambos de La Matanza, en Tenerife).

Los cinco charlamos y preguntamos a don Isidro Ortiz, y desde aquí le damos las gracias por tan buenas y sinceras atenciones. De lo que entonces dijo el maestro gomero, a continuación damos buena cuenta. Ha merecido mucho la pena.

Ahora que ya ha superado los 80 años, ¿qué puede decir que le ha dado el silbo gomero? ¿Qué ha significado en su vida?

Al principio el silbo gomero me daba la facilidad de poder comunicarme en distancias largas. Tiempo atrás no había carreteras en La Gomera para ir a buscar a un amigo, ni un teléfono para llamar y hablar con él. El silbo era el único medio que había y eso fue parte de mi vida, de mi niñez y mi juventud.

¿Usted cómo aprendió a silbar? ¿Era verdad eso de que el que no silbaba lo tenía muy difícil?

El que no silbaba podía valerse de un compañero para que lanzara el mensaje, pero entonces quedaba la duda de saber lo que se decía con el silbo.

¿Cuáles eran los usos habituales del silbo en la vida campesina, en el medio rural?

El silbo se desarrollaba en el campo, en toda la meseta de La Gomera. En esta isla, en aquellos tiempos, se labraban todas las terrazas que usted puede ver aquí [y señala con el dedo desde el patio de su casa en Chipude, en un día de calor extremo apenas entrado el seco agosto]. Esas fueron parcelas sembradas de trigo, cebada, chichos, garbanzos y lentejas. Todos los cereales se sembraban ahí mismo [ahora no hay nada]. No se sembraba con tractores, como se hace hoy en día, sino que se hacía con unas vacas enyugadas, con el gañán detrás con su vara y el sembrador por delante. El sembrador era una persona mayor que no podía realizar otras tareas, pero este contaba con la experiencia de saber cómo regaba [o sembraba] el grano para que una mata no molestara a la otra. Esa era la vida del campesino. La labranza se daba en los meses de enero, febrero y marzo, y se escardaba en octubre, noviembre y diciembre. En el mes de septiembre, nos íbamos a las terrazas que ustedes ven en toda la isla para levantar las piedras que las cabras tumbaban a lo largo del verano, y se juntaban las espigas. Durante esas faenas era cuando usábamos el silbo, a todas horas porque era una necesidad plena.

¿Y qué se decían a silbidos, o sea, los mensajes más habituales?

Te llamaba Fulano, que estaba en la otra lomada y comentaba: “Se me ha perdido una cabra... ¿Se ha pegado con las tuyas?”, o quizá: “Se me rompió el repuesto del arado, ¿tú tienes un repuesto que me puedas prestar?” Entonces se respondía sí o no. Por las noches, como los dos estaban solos, iban y venían a dormir al pajar del otro, para hacerse compañía y porque había que echarle de comer a las vacas y a la vez se tenía que estar pendiente del ganado.

Es decir, que en la vida campesina de antes en La Gomera se aprendía a silbar como se aprendía a sembrar. ¿Es eso?

Había quien no supiera, pero que no estuviera enterado no existía nadie. Les voy a contar una anécdota. Una vez se fue un elemento a Cuba y, cuando regresó del viaje, llamó con el silbo al hijo que había dejado aquí La madre del niño lo reconoció y le dijo “responde a tu padre que te está llamando.

¿Cómo recuerda usted la vida familiar de niño? ¿Qué dificultades había entonces?

La dificultad que había entonces era la escasez, y hasta miseria había. Esa era la parte negativa. Pero, por otra lado, era lo má bonito y sublime que he vivido a lo largo de todos estos años. Yo veo los tiempos de mi niñez y ahora la niñez de mis nietos y es cierto que hoy lo tenéis todo... Tenéis más preparación, más sabiduría... No sé, porque la sabiduría no se aprende en La Laguna [en referencia a la universidad]. La sabiduría se aprende en las terrazas que te tengo mencionadas, ahí es donde la vida te da los golpes que la persona necesita para saber lo que es la vida.

¿Cómo son sus recuerdos de adolescencia?

Eso era algo entrañable. Los de los hermanos en la casa era una fiesta, riendo todo el rato y divirtiéndonos con nuestros padres dentro de las dificultades que había. Luego, cuando los jóvenes se empezaban a relacionar unos con otros, el centro de reunión era la plaza. Íbamos caminando a Vallehermoso y a Hermigua: a llevar el queso, a traer de allá el millo, a llevar las almendras... Eso se llevaba y se traía a cuestas, o en bestias, pues no había otro medio de transporte.

¿A qué jugaban?

Jugábamos al trompo o hacíamos una pelota y la llenábamos de papeles u otros materiales. Jugábamos en la plaza o en cualquier terreno del campo. Las mujeres hacían muñecas con medias y calcetines o telas viejas. De las pencas de las palmas, hacíamos nuestra yunta de vacas, y le hacíamos su arado, una parcela o una finca donde labrábamos. Esos trabajos eran la artesanía de los muchachos.

¿Qué les daba a ustedes el hoy parque nacional de Garajonay?

Nos daba la vida. De ahí cogíamos la leña seca para la calefacción y traíamos el carbón. Los cochinos se alimentaban con los helechos y la hierba del campo, con el dátil de la palma. Y así preparábamos a los cochinos para matarlos durante el año.

¿Mantiene usted vivo su primer encuentro con las chácaras y el tambor?

No lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es ir con mi padre y mi abuelo de pequeño a las fiestas, a cantar los años nuevos y ver tocar los tambores.

Usted vivió de jovencito la Guerra Civil y la posguerra, que lo obligó a emigrar. ¿Fue así?

No. Cuando la guerra estalló en 1936, yo tenía 6 años. A mi padre se lo llevaron al frente, y en el frente lo hirieron. Me quedé yo como cabeza de familia, junto a mi madre. En ese tiempo, con solo 6 años hice de hombre de la familia. Mi primera escuela fue la de guardar las cabras. Cuando mi padre regresó yo tenía que ayudarlo en las tareas, por lo que no pude ir a la escuela pública. Solo tuve la oportunidad de ir a clase con el marido de la maestra, que daba clase a otros niños y a mí por las tardes. Cada uno pagaba 10 pesetas mensuales.

Usted trabajaba todo el día y luego dedicaba un tiempito a ir a clase.

Pues sí. Eso me permitió más tarde, cuando fui al cuartel, poder escribir a mis padres.

¿Cómo deciden en casa que usted vaya a ganarse la vida fuera de la isla?

Cuando yo tenía 10 años, empecé a ganar mi primer sueldo: 18 pesetas cada semana, trabajando de sol a sol. En ese tiempo, no había carretillas para trabajar las huertas de la platanera. Cuando tenía 11 años, un hermano de mi padre estaba trabajando en Santa Cruz, en la finca Fumero, en Los Lavaderos, y me fui con él a Tenerife.

¿Entonces sí que se tardaba en hacer la travesía?

Se tardaba todo un día. Hay una anécdota que quiero contarle. Mi trabajo y el de otro muchacho allí era cargar y limpiar para poder hacer el trabajo en la huerta. Por las mañanas íbamos a buscar las herramientas donde las habíamos dejado y había un señor que se sentaba a leer el periódico para que los obreros supieran cómo avanzaba la II Guerra Mundial. Hice el servicio militar en África, y allí me enteré de cómo eran las afinidades de unos con otros. Cuando regresé de África, mi padre ya estaba en Venezuela, y yo también me fui a dar con él.

¿En qué se empleó en Venezuela?

En Venezuela tuve la suerte de aprender mucho, y también la oportunidad de trabajar para una compañía eléctrica. En ese momento, Venezuela estaba sin edificar y había en cada pueblo del interior una planta generadora que suministraba la energía eléctrica. Cuando se centraliza el suministro, llega el momento en que se empieza a llevar desde Caracas. Yo me fui a trabajar para esa compañía. Al año ya estaba subiendo puestos y tensando cables.

¿Y por qué regresó a Canarias?

Como nos criamos tan unidos, con tanta fraternidad, pues yo llevaba siempre a mi madre y a mis hermanos en el alma. Cuando me acostaba, veía los caminos de este pueblo, casa por casa. Entonces regresé, me casé y formé mi casa aquí. Compré esta parcelita [donde hoy aún reside] y regresé de Venezuela. Estuve aquí, en Chipude, solo ocho meses. Luego retorne a Venezuela y pasé 10 años más, y me volví.

¿Cuando usted se reinstala en la isla nota cambios importantes?

Sí, muy tremendos. Cuando regresé ya estaba llegando la carretera a este pueblo. Eso antes era impensable. Había teléfonos en cada caserío de los pueblos para que la gente pudiera hablar. Cuando yo me fui solo había una centralilla en Chipude, en Valle Gran Rey y en Vallehermoso. Para hablar con Santa Cruz había que ir a la centralilla. Si la comunicación era a la inversa, se dejaba el mensaje. Cuando yo llegué se había mejorado. En cada pueblo había un teléfono público donde tú podías hablar con tu gente en el sur. Cuando me fui y regresé otra vez, el silbo ya casi no existía. Con la circulación y la instalación de teléfonos ya no era tan necesario.

¿Usted conoció en el régimen franquista alguna represión contra las tradiciones más profundas de La Gomera?

Sí. No sé si era el régimen o la Iglesia. No sé si separarlos, porque la cuestión de las chácaras y los tambores, incluso la cuerda. Esto era perseguido por el régimen. Un obispo, que era de Las Palmas, no recuerdo ahora el nombre, trató de prohibir las manifestaciones populares en las fiestas y en las procesiones. Aquí, en Nochebuena, se tocaban las chácaras, y en las procesiones también. Eso estuvo prohibido durante un tiempo, hasta que, segú yo he escuchado, en Tenerife, por la zona norte, se rebelaron contra un cura.

¿Y la Guardia Civil los perseguía?

En los tiempos de la posguerra, era muy necesario ir al monte a hacer el carbón y a coger ramas para las cabras y las vacas, pero lo prohibieron. Si pasaba la Guardia Civil y alguien sabía que yo estaba cortando leña en el monte, ya me llamaban y me advertían. Yo paraba los golpes del hacha hasta que ellos pasaran.

¿Recuerda alguna detención por tocar las chácaras o el tambor?

No. Yo de eso aquí, en La Gomera, no recuerdo nada. En ese tiempo, cualquier trabajador tenía que plantar las papas y bastaba con decirlo para que al otro día estuvieran los vecinos ayudando. Aquí, en el pueblo, la gente vivía y convivía muy bien. En el campo era otra cosa; en el campo cada uno iba con su familia.

¿Cómo aprendió usted a tocar las chácaras y el tambor?

Viéndolo...

Pasan los años y surge el desarrollo turístico en Tenerife. ¿Cuándo decide usted que hay que darle un fuerte empujón a las tradiciones gomeras? ¿En qué momento nacen Los Magos de Chipude?

El grupo nace en el tiempo en que todo estaba prohibido. Se lo comento al cura. Es cuando estaban haciendo el programa Tenderete [de TVE en Canarias]. Aquí había un teleclub en el que todos los vecinos podían ir a ver la televisión. Entonces veíamos que al programa Tenderete iban grupos de Las Palmas y de Tenerife. Le dije al cura: ¿Por qué no me ayuda a crear un grupo aquí, que tenemos material para hacer una formación folclórica. Así surgieron Los Magos de Chipude, que fue un grupo de mucho prestigio. Hasta ese momento, en La Gomera solo había un grupo folclórico de coros y danzas. Provenía de la sección femenina y no estaba en todas las fiestas, sino que era para hacer las salidas a las ferias internacionales y llevar fuera la expresión de La Gomera.

¿Recuerda cómo se llamaba la primera señora que los grabó, a ustedes, a Los Magos de Chipude?

Sí. Esa fue la primera grabación. Era Martha Davis. Todavía me comunico con ella, y ahora está en Louisiana [Estados Unidos]. Vino por casualidad, a hacer unos trabajos de antropología. En ese tiempo empezamos con los tambores. Ella nos ayudó bastante. Al enriquecer su trabajo de investigación nos hizo valorar lo nuestro.

¿Cuál es la esencia del baile del tambor?

Lo que tiene de particular es que nosotros consideramos que es muy ancestral. Cuando cantamos un romance, nos remontamos a aquellos años en que los árabes estaban en España, de tal forma que el que canta el romance en el momento que suenan los tambores se remonta a aquella época. Ocurre mucho más que con las chácaras, porque estas entorpecen y descolocan al que está en ese proceso, viviendo una historia. Al lado de cada tambor había diversas parejas bailando, cada una con una expresión distinta. Había una gramática infinita. Esa era la grandeza de esta música.

¿Esto se ha ido perdiendo?

Esto se ha perdido. Eso no está recogido. Martha Davis llegó a documentar algo, y Carmen Nieves Luis García, de Los Realejos, muy conocida en ese tiempo, también tiene algo recopilado. Pero de lo que había en mi niñez, no queda nada porque todo ha ido desapareciendo.

Conforme los mayores desaparezcan, ¿qué será del silbo? Es cierto que es una enseñanza reglada en los colegios de La Gomera, pero¿cómo ve usted el futuro?

Mientras haya interés por la historia y por el pasado, el silbo [catalogado como Patrimonio Mundial] podrá seguir viviendo. Ya no lo hará como un medio de comunicación, sino como un bien cultural que debe prevalecer. Pero, si este progreso sigue avanzando, el silbo y todas las tradiciones tenderán a desaparecer.

¿Usted considera que se está haciendo un buen trabajo en los centros de enseñanza?

Creo que está bien que se lleve el silbo gomero a la escuela porque así se sabe que hubo comunicación silbada. Pero no solo en La Gomera, sino además en otros sitios, para que así el silbo gomero cruce fronteras y las generaciones venideras conozcan que hubo un tiempo en que la gente se comunicaba silbando.

¿Usted echa de menos que no haya una iniciativa por parte del Gobierno de Canarias o del Cabildo para que se cree un centro museístico donde esté reunida toda la expresión del silbo gomero?

Esa carencia está desde siempre, desde que empezamos a recuperar el silbo. Tanto el Cabildo de La Gomera como los ayuntamientos o el Gobierno de Canarias tenían que haberse mojado para recuperar esta cultura y darle la vida que hay que darle. Hoy debería haber una escuela insular del silbo patrocinada por la institución insular, por el Cabildo, pero esta no existe. Se ha intentado 20 veces y no ha ocurrido nada. Esto nos lleva a pensar que los políticos no están interesados en buscar el bienestar y la cultura de los pueblos, sino en mantener su puesto y en hacer lo que ellos quieran.

Parece que el silbo se apoya mucho más en la fortaleza de gente como usted o en proyectos como el de Rogelio Botanz en Tenerife ¿Qué valoración hace del trabajo de Botanz?

Muy positiva. Rogelio, a pesar de que no es gomero ni canario, ha hecho aquí su vida y se ha convertido en un canario de verdad. Ha sido un luchador por los valores de esta tierra y coloca en su música aspectos de los aborígenes canarios. Eso no lo hace todo el mundo y hay que agradecérselo.

Antes criticó lo que han dejado de hacer las instituciones públicas por el silbo. ¿No le parece que los políticos casi siempre alaban las tradiciones y luego realmente no empujan, hacen pocas cosas de interés? ¿Por qué el silbo no es un valor real para las administraciones?

Mira... Los políticos se lucen mucho con las tradiciones cuando es otro el que las lucha y las trabaja. A ellos les gusta mucho lucirse con estas cosas, pero realmente ninguno lucha por ellas, ni aquí ni allí. ¿Sabes por qué están impartiendo las clases de silbo en los colegios? Pues porque en la Consejería de Educación hubo un gomero que hizo una petición debido a que es un valor cultural. Cuando se hizo el escrito al Gobierno de Canarias, los que estaban ahí lo aprobaron porque sabían que era un punto a su favor. Entonces se hizo una comisión de seguimiento con lingüistas de la Universidad de La Laguna y diversos expertos que se integraron en esto. Se hizo un proyecto y se determinó como debía hacerse. En esa comisión, de la que yo también formaba parte, antes nos reuníamos periódicamente. Ahora parece que se han olvidado hasta de reunirse.

¿Usted cree que puede haber un mestizaje entre el tambor y las chácaras y otras propuestas sonoras distintas?

Yo ese conocimiento no lo tengo. Ya lo tradicional ha sufrido bastante por ir llevándolo a lo moderno. El tambor, por ejemplo, que es lo que conozco, ha sufrido en lo referente al romance y a las melodías en el baile. El baile ya no es baile; ahora es una competición olímpica.

Como ahora ocurre en las romerías...

Antes una romería era una expresión popular. Hoy, si no vas bien pintado y bien bordado, como indican los que saben, ya no puedes entrar en la romería. La expresión popular ya no existe, pasó a la historia, se ha convertido en espectáculo.

¿Cómo es su día a día en Chipude, en su casa y en el pueblo? ¿Cuál es el tiempo que le dedica al silbo y al tambor?

Hasta hace poco tiempo, yo estaba en todas partes. Estaba en el silbo, en el tambor y en las chácaras, pero de un tiempo a esta parte hago vida tranquila. Con los años que tengo, me he dado cuenta de que tengo muchos fallos. Por eso quiero dejar que siga la gente joven. Yo ya di todo lo que podía aportar; ahora le toca a ellos.

¿Sigue practicando la agricultura?

Poco, porque la fuerza se me va acabando. Recojo alguna mata del árbol. Es una afición y lo hago como movimiento.

Quiero que me hable del silbo de cumbre y del silbo de costa. ¿Qué diferencia hay entre ellos?

El silbo de la cumbre es el silbo de la meseta de la isla, y los silbos de la costa son más cercanos. Este último es el que se hacía de casa a casa, para hablar del riego y del recorrido del agua por los barrancos.

¿Cuántas personas mayores como usted hay en la isla que siguen con la tradición del silbo o que están haciendo alguna labor relacionada con este?

No queda nadie. Hay otra gente más joven que se preocupa y, bueno, queda uno que estuvo asistiendo conmigo a clases y que está con los tambores en Valle Gran Rey. Se ha convertido en un gran cantador.

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