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La gran coalición entra en campaña

Toda la estrategia del PSOE para estas elecciones europeas se resume en un único punto: en convencer al desencantado votante socialista de que ellos no son lo mismo que el PP. Por eso tanto interés en hablar del aborto o de la mujer; en buscar esos debates sociales frente a la economía, donde los matices entre ambos son más difíciles de vender. Por eso todo el PSOE salió ayer a desmentir ese hipotético Gobierno de unidad nacional que el expresidente Felipe González dio por bueno, para desgracia y enfado de Rubalcaba y Valenciano, para pasmo de todo socialdemócrata que no milite en un consejo de administración.

Con sus respuestas ante las preguntas de Ana Pastor, Felipe González ha sacado a la luz pública un debate que hace meses circula en el pequeño Madrid del poder: qué pasaría si el desplome del bipartidismo llevase, tras las siguientes elecciones generales, a un Parlamento donde ni PP ni PSOE tuviesen una mayoría suficiente para gobernar, salvo imposibles alianzas contra natura. Qué ocurriría si el problema catalán se agravase aún más y la crisis económica siguiese sin terminar. Qué sucedería si el deterioro de la monarquía se acelerase, la corrupción aflorada aumentase y el sistema institucional español se empezase a resquebrajar.

En una situación así, ¿estaría justificado un gran pacto de “salvamento nacional” entre PP y PSOE? Para el gran poder económico, sin duda sería la opción ideal. Pero para los votantes socialistas un abrazo así sería imposible de tragar: se convertiría en la puntilla final para un PSOE que aún no ha parado de menguar y que tiene un gravísimo problema de credibilidad. Muchos de sus votantes no le perdonan “coaliciones” con el PP como esa reforma urgente de la Constitución para garantizar que, pase lo que pase, la deuda será lo primero que se pagará.

Que Felipe González ponga ese debate sobre la mesa justo ahora no parece una casualidad, pero es imposible determinar si es un error o es maldad: si estamos ante un desliz o ante una carga de profundidad contra el actual secretario general.

A su manera, la confesión de Felipe también es un síntoma de debilidad.

Uno de los principales asuntos que se zanjarán en estas europeas será medir la distancia real entre los dos grandes partidos y la sociedad. Según el último CIS, el 63,7% de los ciudadanos califica como mala o muy mala la gestión del PP en el Gobierno y el 63,6% califica como mala o muy mala la gestión del PSOE en la oposición. Curiosa simetría: dos tercios de la población en porcentajes casi idénticos son extremadamente críticos con los dos. Es un empate técnico, en el suspenso total.

Sin duda, los dos grandes partidos tienen un problema; uno muy serio que el resultado de estas elecciones servirá para diagnosticar. Pero la salida a esta crisis en ningún caso debería pasar porque PP y PSOE se sujeten el uno al otro, como si fuesen boxeadores sonados en el ring. La suma de dos defectos no suele dar como resultado una virtud.

Toda la estrategia del PSOE para estas elecciones europeas se resume en un único punto: en convencer al desencantado votante socialista de que ellos no son lo mismo que el PP. Por eso tanto interés en hablar del aborto o de la mujer; en buscar esos debates sociales frente a la economía, donde los matices entre ambos son más difíciles de vender. Por eso todo el PSOE salió ayer a desmentir ese hipotético Gobierno de unidad nacional que el expresidente Felipe González dio por bueno, para desgracia y enfado de Rubalcaba y Valenciano, para pasmo de todo socialdemócrata que no milite en un consejo de administración.

Con sus respuestas ante las preguntas de Ana Pastor, Felipe González ha sacado a la luz pública un debate que hace meses circula en el pequeño Madrid del poder: qué pasaría si el desplome del bipartidismo llevase, tras las siguientes elecciones generales, a un Parlamento donde ni PP ni PSOE tuviesen una mayoría suficiente para gobernar, salvo imposibles alianzas contra natura. Qué ocurriría si el problema catalán se agravase aún más y la crisis económica siguiese sin terminar. Qué sucedería si el deterioro de la monarquía se acelerase, la corrupción aflorada aumentase y el sistema institucional español se empezase a resquebrajar.