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Se fue el Palentino, el bar que siempre estuvo ahí

Lo mejor de El Palentino, sin duda, es que siempre ha estado ahí. Es posible que cualquiera de nosotros llevara tiempo sin entrar en él pero pasar por Pez y verlo funcionando reconfortaba; uno sabía que las cosas estaban en su sitio y que por muchos cambios que Malasaña estuviera viviendo ahí estaban Casto, Loli y Juan, haciendo que este barrio mantuviera los pies en la tierra, recordándole de dónde viene y haciendo de nexo con el adonde va.

Quienes no son vecinos de Malasaña habrán conocido más El Palentino nocturno, ese bar abarrotado de público juvenil, famoso por sus copas baratas y gobernado por Casto, a quien creíamos eterno pero que hace unas semanas ya que nos dejó. Sin embargo, el Palentino que más gustaba a la gente del barrio y el que ofrecía un retrato más auténtico de la fauna que habita Malasaña era el Palentino mañanero, el de Loli.

En ese Palentino diurno de luces y sombras, que retrató magistralmente Álex de la Iglesia, la señora mayor con su café con leche -o con su orujo- se encontraba junto al obrero de copa de anís, el vecino de sandwich mixto en el desayuno, el parroquiano que le daba al 'drinking' de 3 euros la copa desde bien temprano, el profesional liberal sin horario fijo o el moderno de turno.

Hubo un tiempo en que los consejos semanales de redacción de Somos Malasaña se hicieron en una de sus mesas a la hora del almuerzo. En uno de los últimos oímos cómo Loli lanzaba con alegría un “¡Hombre, Josele, cuánto tiempo!” al saludar al líder de Los Enemigos: leve giro de cabeza y nosotros a lo nuestro, que en este templo todos hemos sido radicalmente iguales y el famoso de turno contaba con bula de popularidad.

En su última mañana abierto como el bar que conocimos, este periódico pasó, como tanta gente, a presentar sus respetos por el local del número 8 de la calle del Pez, en una suerte de velatorio festivo y constante, de reconocimiento a un inminente muerto muy vivo, de despedida al anciano más en forma de Malasaña. Loli, con lágrimas en los ojos, no paraba de recibir abrazos de clientes habituales, entre cámaras de televisión, fotografías y el ajetreo de cientos de cafés con leches, tostadas con tomate, cañas y bocatas. “Ha sido muy duro pero muy bonito”, contaba sobre el adiós del bar y envuelta en anécdotas de clientes que recordaban peripecias vividas en torno a esas cuatro paredes. Mirando la pequeña plancha que ha sido el reino de Juan -39 años trabajando en el Palentino- tratamos de aproximarnos a un imposible: calcular el número de pepitos de ternera que habrán salido de ella.

El Palentino de noche...

El Palentino de noche...

“A ver si me deja cerrar la juventud esta noche”, apuntaba Loli por la mañana recordando la que se montó el día anterior con el bar a reventar de gente haciendo la ola y dirigidos por improvisados maestros de ceremonias. No se equivocaba. Desde antes de las 20.00 y hasta su cierre resultó imposible entrar en el Palentino en su turno de tarde sin aguardar una larga cola que subía por la plaza de Carlos Cambronero. En ella, el habitual público joven que durante generaciones ha estado abarrotando las noches de este esquinazo malasañero que gastaba lo nunca visto en bares de su estilo: portero para controlar el aforo máximo permitido.

Y al final llegó el final. Festivo y animoso, tramposo porque con el apagado de luces no acaba una leyenda forjada a pico y pala; mediático como pocos pudieron imaginar. Cercanas las dos de la madrugada la persiana se cerró y con ella la historia de un local que, como la de muchos otros en el barrio, merecía ser contada.