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Sin pena ni gloria: la reforma de la Constitución queda en pura palabrería

Sin pena ni gloria, como quien dice, a efectos reales ha pasado el 40 aniversario de la Constitución española. Mucha fanfarria onanista, mucha gente encantada de haberse conocido en la celebración del Congreso de los Diputados, mucha corona suelta actual y emérita y…. farfolla. Mucha palabrería también sobre la reforma de ese texto supuestamente sacrosanto y ni un solo paso real para encaminar por dónde hacerlo. Porque la mayoría de los opinadores han centrado sus argumentaciones en torno al cisco catalán, hablando de la necesaria rearticulación del estado de las Autonomías, etc., etc., etc., sin reparar en otras cosas más primarias y también más necesarias.

Curiosamente, en la primera página del llamado diario de referencia venían el pasado viernes unas palabras de Albert Rivera que ponían el punto sobre la i. “Hay que actualizarla, pero primero defenderla y aplicarla”, eran las palabras del líder de Cs nunca desmentidas. Pero, claro, el sentido que escondía la frase era referido también (!) al asunto catalán. Sin reparar en que la “defensa” y la “aplicación” que necesitan aquel texto aprobado abrumadoramente en referéndum en el 78 no están precisamente relacionadas con el lío que hay en el noreste español.

Me explico. Desde hace ya casi ocho años ––¿recuerdan aquello de mayo de 2011?––, año tras año por estas fechas unos cuantos opinadores han venido señalado en diversos foros la perentoriedad de solucionar el problema de la desafección ciudadana a las instituciones… haciendo simplemente que la Constitución se cumpla. Y son numerosos también los escritos que han venido reseñando, año tras año, los artículos de la ley fundamental que, incumplidos, originan malestar, maltrato, abusos y opresión al común de los ciudadanos. Circunstancias todas ellas que se han hecho especialmente notorias durante los años de esta supuestamente finiquitada Gran Recesión que nos azota desde 2008.

Y que, por cierto, trajo consigo la única reforma exprés del texto constitucional habida hasta ahora y que fue pactada casi tomando un cafelito entre el presidente “sociata” Zapatero y su opositor “pepero” Rajoy para someter toda la estructura económica del Estado español al cumplimiento de las obligaciones económicas, sobre todo las de la deuda, fijadas en los objetivos de défícit presupuestario marcados por Bruselas.

Entre tanto, eso que ahora llaman la gente y que siempre ha sido el pueblo en su sentido más amplio vio que prácticamente todos y cada uno de los artículos constitucionales de carácter social y de libertades públicas siguen en el limbo del puro pronunciamiento teórico, escrito en esa Ley de leyes, sin llegar a ser aplicado real y fehacientemente.

Resumo. El artículo 14 dice que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Cuéntenselo a las mujeres. Ya verán.

En el 16 “se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. ¿De verdad de la buena?

Según el 31, “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. ¿Y el rescate a la banca, sin devolver? ¿Y el impuesto real a las transacciones y beneficios financieros, de SICAVs y demás?

Dice el 35 que “todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia…”. Con este nos puede dar la risa, ¿verdad?; si no fuera porque dan ganas de llorar como decenas de miles de españoles han hecho en estos años de Gran Recesión.

Podría seguir hasta totalizar no menos de quince (sí, 15) artículos de este tenor que o no se aplican o se incumplen flagrante y sistemáticamente. Quien pueda tener tiempo, lo tiene fácil para comprobarlo. Miren, entonces, el 21, el 24, el 27, el 47, el 48, el 50, el 51… por poner solo algunos ejemplos (hay más). A mí no me queda más espacio. Ni ganas.

Así que enhorabuena a los padres de la patria que disfrutaron con el espectáculo de la monarquía doblemente coronada constitucionalmente el otro día en el Congreso de los Diputados. Y a sus corifeos, sus adláteres, sus palmeros, sus seguidores y sus votantes. Entre todos y gracias a todos, ellos y nosotros gozamos de un papel cada vez más húmedo llamado Constitución española. Sin mayor pena ni gloria. Vale.

Sin pena ni gloria, como quien dice, a efectos reales ha pasado el 40 aniversario de la Constitución española. Mucha fanfarria onanista, mucha gente encantada de haberse conocido en la celebración del Congreso de los Diputados, mucha corona suelta actual y emérita y…. farfolla. Mucha palabrería también sobre la reforma de ese texto supuestamente sacrosanto y ni un solo paso real para encaminar por dónde hacerlo. Porque la mayoría de los opinadores han centrado sus argumentaciones en torno al cisco catalán, hablando de la necesaria rearticulación del estado de las Autonomías, etc., etc., etc., sin reparar en otras cosas más primarias y también más necesarias.

Curiosamente, en la primera página del llamado diario de referencia venían el pasado viernes unas palabras de Albert Rivera que ponían el punto sobre la i. “Hay que actualizarla, pero primero defenderla y aplicarla”, eran las palabras del líder de Cs nunca desmentidas. Pero, claro, el sentido que escondía la frase era referido también (!) al asunto catalán. Sin reparar en que la “defensa” y la “aplicación” que necesitan aquel texto aprobado abrumadoramente en referéndum en el 78 no están precisamente relacionadas con el lío que hay en el noreste español.