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'Quod obnoxium est velamento, caput feminae'

Israel Campos

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La forma en que se está abordando la cuestión del velo de las mujeres musulmanas parece estar condicionada por argumentos políticos, policiales, éticos, culturales, etc. La foto publicada en algunos medios en estos días en los que se veía a una mujer obligada a despojarse de partes de lo tan mediáticamente denominado burkini, para cumplir con una reciente normativa aprobada en algunas ciudades de Francia, refleja por sí sola el despropósito de esta situación. Obligar a alguien a desvestirse para encajar en los estándares sociales aceptados a través de una legislación ad hoc. Parece que con la intensificación de los atentados protagonizados por terroristas que se autodefinen como Estado Islámico, Europa hubiera redescubierto una amenaza, o, más bien, hubiera desenterrado uno de sus miedos históricos más profundos: el terror al bárbaro, fuera este germano, huno, vikingo, eslavo, árabe o turco.

Pero particularmente la cruzada contra el uso del velo o cualquier tipo de vestimenta diferenciadora por parte de las mujeres musulmanas que residen en las ciudades europeas, dejando a un lado sus muchas vertientes socio-culturales, también encierra un componente de identidad que tampoco resulta nueva para los europeos. La raíz de la construcción del enfrentamiento entre Oriente y Occidente que tan bien fue analizado por E. Said en su libro Orientalismo de 1978, reposa en buena parte en la cimentación de la identidad europea en torno a sus raíces greco-romanas y al protagonismo fundamental de la Iglesia y el Cristianismo durante los largos siglos de la Edad Media y Moderna. La evolución que la sociedad europea ha logrado hacer de manera acelerada a partir del siglo XIX ha provocado que nuestras costumbres y modos de actuar hayan diferido de manera radical, no solo con nuestro pasado, sino de manera más significativa con las pautas políticas y culturales de muchas otras sociedades mundiales. Eso ha llevado, a menudo a que “occidente” haya querido protagonizar la uniformización del mundo entero a partir de sus propias concepciones y modelos de funcionamiento, iniciándolo a través del Imperialismo de finales del XIX y reafirmado con los neo-colonialismos del XX y la Globalización económica de nuestros días.

Europa ha olvidado que su pasado no es tan lejano. Que hasta (históricamente) hace nada, muchas de sus pautas de conducta estaban aún condicionadas por una tradición cultural muy firme y sus códigos de conducta y de moral se inspiraban directamente sobre un texto escrito que aceptaban como sagrado (no callemos que aún hoy se hacen juramentos políticos teniendo a la Biblia como testigo de esa palabra dada). En esta cuestión del velo de las mujeres, el referente estaba reflejado por el propio Pablo de Tarso, quien, en sus cartas a las diferentes comunidades de creyentes diseminadas por el Imperio Romano, establecía recomendaciones o disponía de las normas de organización sobre las que luego se fundamentará la futura Iglesia Católica. En su Carta a los Corintios (11, 5-8): Pero toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, afrenta su cabeza; porque lo mismo es que si se hubiese rapado. Porque si la mujer no se cubre, que se corte también el cabello; y si le es vergonzoso a la mujer cortarse el cabello o raparse, que se cubra. Porque el varón no debe cubrirse la cabeza, pues él es imagen y gloria de Dios; pero la mujer es gloria del varón. Que aún hoy en día veamos el uso de la mantilla en algunas procesiones católicas, a pesar de que nuestra cultura lo haya revestido costumbre o tradición, encierra una motivación que no la hace muy diferente a lo que se está criticando en el debate del velo musulmán. El discurso que está presente en esta cuestión queda reflejado más claramente en las palabras que un siglo después escribió Tertuliano, Padre de la Iglesia, en su libro De Corona al señalar que existe una cabeza, la de la mujer (caput feminae) que está destinada a llevar velo: quod obnoxium est velamento. La percepción del sometimiento de la mujer al hombre no es algo que podamos acusar, como parece hacerse hoy en día, a la religión islámica. Es una realidad que históricamente ha estado en la base de cualquier religión institucionalizada, porque, a fin de cuentas, las religiones reflejan las sociedades que las crean.

Cuando se legisla para forzar la normalización de ciertos elementos, se está ejerciendo una intromisión uniformizadora que a pesar de revestirse de la mejor de las intenciones, oculta en su interior un prejuicio cultural atávico. La convicción de que lo propio es superior a la ajeno. Que nuestra cultura es más moderna (y por tanto mejor) que la de los de fuera. Los tiempos históricos que cada sociedad experimenta deben estar condicionados por su propio devenir. Es evidente que el contacto cultural ha funcionado como motor de dinamización de la mayoría de las transformaciones en las costumbres y en las formas de organización de los pueblos. Pero ese contacto debe ser efecto de dinamización hacia la aculturación y la formación de una nueva realidad que fusione, en la medida de lo posible, las identidades de las culturas en contacto. La imposición por la fuerza o por las leyes de unas costumbres sobre otras, nos ha dejado ejemplos a lo largo de la historia de dos tipos de situaciones: la asimilación (que parece ser lo que muchos están buscando con esta polémica) o la resistencia (que podría llevar a extremismos indeseados).

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