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Neque virtuti honor datur

Israel Campos

Las Palmas de Gran Canaria —

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Cayo Salustio en su introducción al libro titulado “La Guerra de Yugurta”, hizo una descripción de en qué estado de descomposición se encontraba la política de la república romana en la época que le había tocado vivir. Y no es porque él fuera un erudito que miraba la realidad desde su torre de marfil, sino porque como aliado de Julio César, él había sido también protagonista de algunos de esos episodios escabrosos. A qué hartazgo y decepción habría llegado Salustio, como para llegar a afirmar “entre las ocupaciones, pues, propias del ingenio, una de las que traen mayor utilidad es la historia”.

Pero el panorama que expone Salustio en su obra, recordemos que también tiene otro libro dedicado el intento de golpe de estado protagonizado por Catilina en el año 63 a.C., es totalmente desalentador. Para poder explicar cómo fue posible que el rey Yugurta de Numidia (en la actual Argelia y Túnez) llegara a poner en jaque a Roma, sus generales y sus tropas, recurre al argumento de que se debe a la propia descomposición y podredumbre que está corroyendo el sistema político que conocemos como República Romana. Este Yugurta antes de ser coronado rey, se había criado en Roma, protegido y alentado por familias patricias. En ese periodo aprendió bien cómo funcionaban los entresijos del Senado romano y, más aún, asimiló cuáles eran los verdaderos intereses que movían las decisiones que determinaban la política exterior e interior de la Urbe. Ese panorama que nos sitúa a finales del siglo II a.C. (la guerra se desarrolló entre los años 112 al 105 a.C.) nos ayuda a entender por qué el periodo que se conoce como “la crisis de la República”, debía llevar irreversiblemente a la concatenación de una serie de guerras civiles que desembocaron en el poder personal de Octavio Augusto y la implantación del Principado. ¿Cómo pudo este rey resistir los ataques de las legiones romanas? Salustio cuenta con rubor cómo Yugurta movilizó sus contactos en Roma para evitar que se declarara la guerra, cosa que consiguió con sobornos a los senadores. Y una vez que el conflicto fue inevitable (estaban en juego intereses comerciales de Roma, y ya sabemos que la economía lo mueve todo), logró comprar las voluntades e ímpetus bélicos de los generales, para que dilataran al máximo el conflicto. Finalmente, en Roma quedaron en evidencia todos estos manejos y no quedó más remedio que encargar el mando a un general ajeno a estos juegos políticos, Cayo Mario, quien acabó por derrotar a Yugurta y restaurar el “honor” militar perdido.

Pero lo relevante de este acontecimiento, más allá de ser una más de las tantas guerras que los romanos emprendieron en su expansión inexorable por todo el Mediterráneo antiguo, es que Salustio ofrece una radiografía interesantísima del momento político en el que se encuentra la República romana. En el exterior es un imperio en alza, a lo largo del siglo II a.C., Roma ha fulminado a Cartago, ha incorporado Grecia y se ha convertido en la potencia hegemónica sobre los estados del Mediterráneo Oriental. Sin embargo, el cáncer lo tiene en su interior. El descrédito de la clase dirigente y la mezcla de los intereses económicos con los políticos están plenamente consolidados. Por esta razón afirma Salustio: “todos los empleos de la república son en mi juicio en este tiempo muy poco apetecibles, porque ni para ellos se atiende al mérito, y los que destituidos de él los consiguen por medio de fraudes, no son por eso mejores”. Hoy, como hace más de 2000 años, asistimos al ascenso de individuos que alcanzan el poder neque virtuti honor datur (sin que se atienda al mérito), para ejercer un liderazgo “poseído de un infame y pernicioso capricho” y que muy posiblemente “quiera el mando para hacer un presente de su libertad y de su honor a cuatro poderosos”. Como la historia de Roma nos enseña, estas situaciones no son solo un acontecimiento en sí, sino muy frecuentemente un síntoma más de la decadencia de un sistema que puede derivar en su propio colapso.

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